miércoles, 1 de diciembre de 2010

Un crimen horroroso horroroso


José Luis Expósito García, cabo recién ascendido de la Guardia Civil, llevaba toda la noche conduciendo camino de su primer destino tras su ascenso, un pequeño pueblecito de la provincia de Burgos llamado Julastre del Camino.
A pesar de que el viaje era largo y tedioso, el cabo iba muy feliz ya que la soledad de la carretera y la oscuridad del paisaje le servían como aliados para echar la vista atrás y recordar pasajes de su vida ya olvidados y que, emocionados, volvían en tropel a su memoria.
Oriundo de Puchetas, un pueblo de la altiplanicie Salmantina, el joven Expósito había nacido ojitranco por un capricho del destino, hecho que sumió en una gran depresión a su padre, don Ezequiel, subteniente retirado de la Benemérita por la gracia de dios. Don Ezequiel aspiraba para su retoño un lugar entre los conductores de carros blindados del ejército español, trabajo que a su entender era el summun de la ambrosía (sic) y que para él era una espinita clavada en su corazón, ya que, en su momento, había sido rechazada su inscripción al puesto por corto de talla. El defecto del niño le sumió en un hondo pesar del que apenas se recuperó con el paso de los años.
Hijo y nieto de agentes del cuerpo, su rápida promoción había sido recibida en el seno de sus familiares como una bendición del Señor y, orgullosos con el retoño, habían ofrecido en agradecimiento tres misas seguidas en la ermita del Trono Eterno, bellísima capilla regentada en usufructo por los Padres Trinitarios y ubicada en los aledaños de su localidad.
        El hecho tuvo una gran transcendencia en toda la comarca ya que, para oficiar los actos, vino desde la China un tío abuelo suyo por parte de madre, el Padre Aniceto. Según las comadres del pueblo, dicho sacerdote había llegado a ser el confesor privado del mismísimo Mao a quien, en su lecho de muerte, atendió píamente a pesar de su tormentoso pasado y en un acto de amor pleno regó copiosamente con los óleos sacrosantos en busca de su salvación eterna. Así era el Padre Aniceto. Un bendito.
El cabo Expósito, que es como había decidido que se dirigiesen a él, recordaba con gran emoción los momentos vividos en su despedida. Hasta el  alcalde del pueblo, con una consideración que nadie se esperaba de él, había ordenado al alguacil disparar en el momento de su marcha los cohetes que habían sobrado de las últimas fiestas patronales, algo que le llegó muy adentro del corazón pues conocía de sobra la cicatería a ultranza del munícipe. Como que un año, para ahorrarse los cohetes, él mismo ayudado por el alguacil se pasó todas las fiestas gritando por la megafonía “Chisssssssssssssssss, pum” a cada rato, siendo por tal motivo el hazmerreír de los mozos de la comarca y que, desde entonces, le apodaran el “Cohetes” a pesar de sus quejas y amenazas.
Había salido a las doce de la noche para evitar el calor de aquéllos días de Agosto. Le gustaba conducir en esas condiciones y, además, el frescor le ayudaba a pensar y concentrarse en lo que iba a ser su destino.
Repasó mentalmente cómo había sucedido todo.
Por lo que había podido enterarse mediante los informes oficiales, el haber sido destinado a Julastre del Camino era debido al anterior comandante del cuartelillo, el cabo Gutiérrez.
Al parecer, el cabo Gutiérrez era un buen hombre, sin duda, pero cazurro como él solo. Hace aproximadamente dos semanas, un sábado le parece recordar que venía en el informe, en el cuartelillo de Julastre se había recibido una orden de la comandancia por la que debían de montar un dispositivo en las inmediaciones del pueblo. Según los datos de sus informantes, unos peligrosos traficantes de droga, la familia de los Bochinches,  estaban trasladando un cargamento de hachís con destino desconocido pero, por lo averiguado, muy cercano. Las averiguaciones pertinentes confirmaban que solo circulaban de noche, en un camión rojo y aprovechando las carreteras secundarias para no ser detectados por la autoridad.
Las órdenes recibidas eran claras y concretas. La dotación de Julastre debería montar un operativo de control en el atajo denominado “camino del cura” y detener e identificar a todo posible malhechor que intentase utilizar tal conducto para cometer impunemente sus fechorías.
Esa misma mañana el cabo Gutiérrez reunió a sus agentes y les explicó la misión en profundidad. Él mismo en persona se pondría al frente del operativo dada su importancia y coordinaría in situ los movimientos y disposición de los efectivos. Según un plano que desplegó sobre la mesa de su despacho, en las coordenadas C-5 se podía apreciar un zarzal descomunal que les serviría de refugio y ocultamiento durante el tiempo de espera y acecho pertinaz.
Dicho esto, ordenó una revisión inmediata del armamento, el recuento de munición tanto de armas cortas como de armas de gran calibre y el repaso y adecentamiento de los capotes de campaña, vestimenta ésta imprescindible para la espera en noches a la intemperie más rigurosa.
Una vez realizadas las tareas, el cabo mandó formar a sus hombre y, uno a uno les fue saludando, primero marcialmente, posteriormente con un emotivo abrazo para, después de cantar el himno del cuerpo, romper filas y dirigirse al almuerzo reparador y a una siestecilla reconfortante en previsión de las horas de vigilia que les esperaban.
A las diez en punto de la noche el pelotón estaba perfectamente formado y armado hasta los dientes para cumplir su misión. El cabo Gutiérrez, para mejorar el camuflaje de sus hombres, les había ordenado pintar sus caras con trozos de carbón de la cocina, al modo y manera de los marines americanos y que tanto habían aplaudido por su efectividad y belleza en las películas que periódicamente proyectaban en la cantina. Él mismo se había pintarrajeado largamente y parecía que, más que otra cosa, estaba intentando disfrazarse de negro del Congo en una representación infantil que cubrirse con un camuflaje de alta eficiencia. Pero es que así era el cabo en cuestión. Puro derroche de facultades.
Fuese como fuese, el comando salió en formación de a dos en pos de su suerte.
Sobre las doce de la noche la expedición llegó a su destino y el cabo Gutiérrez dispuso a sus fuerzas en los puntos estratégicos previamente seleccionados. Debido a que desconocía el tiempo previsto de espera, advirtió a sus hombres que tenían diez minutos para hacer sus necesidades, ya que a partir del momento en que se dispusiesen para la tarea, nadie sin excepción podría moverse ni un milímetro de sus posiciones.
Llevaban al menos media hora cuando unas luces delatoras aparecieron por el horizonte. El vehículo se desplazaba con mucho disimulo y a una velocidad muy prudente, como temiendo ser descubierto. Aguzando la vista, el cabo creyó apreciar que era un camión rojo, tal y como esperaban y así se lo hizo saber a sus hombres mediante estudiados gestos de la cabeza.
-Son ellos- Murmuró embelesado. Y con amplios gestos de la mano, ordenó a sus hombres agacharse al máximo para evitar ser descubiertos por los malhechores antes de que pudiesen caer sobre ellos y rendirles en una brillante y espectacular operación.
El ronroneo del camión era cada vez más perceptible aumentando la tensión entre los agentes a cada minuto que pasaba. De repente, su silueta se hizo visible al final de la recta y los hombres, instintivamente, se abrazaron a sus armas y quien más quien menos se santiguó y elevó una oración por el final feliz y fructífero de la aventura.
Y aquí es donde, según los testimonios de los agentes, el cabo Gutiérrez se precipitó y originó el drama que nadie se esperaba.
Por lo que se dedujo, el  cabo estaba convencido de que no debían ser descubiertos hasta el último momento por el bien de la misión. Así que, sin encomendarse a dios ni al diablo, se dirigió a sus subordinados con éstas palabras que por cierto, fueron prácticamente las últimas de su apacible existencia:
-Yo me encargo.
Y no dijo más.
El camión se iba acercando cada vez más rápidamente y el cabo permanecía agazapado en su escondite. Ya estaba a cien metros. Ya a cincuenta. Ya a treinta metros.
Cuando el camión estaba a dos metros escasos, el cabo pegó un brinco y se colocó justo delante suyo impidiéndole el paso, con una mano alzada y ordenando su detención inmediata al grito de:
-¡!Alto a la Guardia Civil!!.
 Y así lo sacaron, tal cual, de debajo del camión.
Como era lógico, al conductor le fue imposible parar en una distancia tan corta y, sin tener la mínima culpa el desgraciado, se llevó por delante al cabo, a la manita autoritaria y a la madre que lo parió.
El caso es que encima no había caso. El camión, de rojo, nada de nada. Era de un verde lechuga que tiraba para atrás. Y de hachís, pues que ni un gramo. Transportaba un cargamento de castañas para las fiestas patronales de un pueblo cercano y, si había cogido ése atajo, era porque siendo el conductor un vecino de la zona de toda la vida, sabía el ahorro de tiempo que le suponía tomarlo.
Como pudieron, colocaron al cabo entre las castañas y se lo llevaron al cuartelillo para elevar, por los canales reglamentarios, el informe oportuno a la superioridad y esperar pacientemente las órdenes pertinentes.
Y así es como, sin comerlo ni beberlo, el finado cabo Gutiérrez fue el responsable involuntario de su destino.
Y así es también como, antes de llegar, ya tenía encomendada su primera misión como comandante del cuartelillo: Oficiar y honrar al difunto según la marcialidad emanada de los reglamentos del cuerpo.
Tan abstraído iba el buen mozo, tan absorto que casi no se percata de una figura que, de repente, había aparecido delante de su coche. Solo su pericia y su instinto de supervivencia evitaron la tragedia.
Pálido como la leche y con el corazón latiendo a cien por hora, Expósito se recuperó como pudo del lance y salió del coche rápidamente para comprobar qué diablos se había cruzado en su camino. Ante él, una muchacha rubia, apenas cubierta con un camisón blanco le miraba ensimismada y atónita, sin decir ni una palabra y con los ojos abiertos como platos.
El cabo se acercó hasta ella con la intención de saber de su proceder y el motivo por el que se encontraba con aquélla vestimenta en mitad de la carretera y más sola que la una. Pero nada que hacer. La chiquilla no decía palabra alguna ante el interrogatorio.
Expósito entendió que el motivo sería debido con toda posibilidad a algún trauma pasajero por el incidente, así que, con todo mimo, condujo a la muchacha hasta el coche y la acomodó galantemente con la intención de dejarla en el primer pueblo que se encontrase, en donde, con toda seguridad sería conocida por las autoridades locales.
Poco a poco, nuestro amigo fue recuperando la compostura y a sentirse a gusto y dominando la situación. Por el rabillo del ojo echaba furtivas ojeadas a la moza admirando su belleza y juventud. Al mismo tiempo y quizás algo crecido por la apatía de la muchacha, cambiaba a menudo las marchas del coche con la sana intención de rozar inocentemente sus muslos por si, a lo tonto a lo tonto, la cosa iba a mayores.
Pero algo le cortó el aliento y le llamó poderosamente la atención. La majara aquélla estaba más fría que un témpano y sus muslos eran más duros que el pedernal. Allí había algo raro pero no acababa de entender qué diablos podía ser. Mas pronto se enteró.
De repente, la muchacha extendió su brazo señalando la carretera y con una voz como salida de ultratumba dijo:
-En esa curva me maté hace dos años.
En una milésima de segundo el cielo se abrió ante los ojos de Expósito y un temblor sobrecogedor le recorrió de arriba abajo por toda su anatomía. De una forma imprudente y temeraria frenó bruscamente el coche y lo apartó violentamente a un lado de la carretera.
-¡!Ay madre, ay madre!!- empezó a aullar desesperado mientras se tiraba de cabeza por la ventanilla fuera del coche.  
-¡!La niña de la curva, la jodida niña de la curva me tenía que tocar a mí ésta noche!!- pensaba para sus adentros con rencor mientras se escondía desesperadamente cubriéndose con las hojas secas del paraje.
Una vez que lo hubo conseguido y ya más relajado, se atrevió a asomarse poco a poco entre el follaje para saber si aquél espíritu siniestro se había cansado ya de tanta sinrazón y se había ido de una vez al cielo, al infierno o a donde quiera que le hubiera tocado en la rifa final.
Pero no. La jodida niña no se había movido de su sitio. Solo se había limitado a salir del coche y a plantarse delante de él muy expectante.
De repente, la muchacha sufrió un estertor colosal y empezó a gritar:
-¡!Asdrúbal. Asdrúbal!!- mientras, como los indios, se ponía una mano sobre los ojos para distinguir mejor el paisaje.
-Ésta si que es gorda- Pensó Expósito. –Ahora le llama a un tal Asdrúbal- Y, sin querer, se puso a llorar como un bendito pensando lo que se le venía encima.
Y es que la situación estaba llegando a un límite muy peligroso. Mal estaba, a su entender, tener que bregar con una fantasma inconformista, muy mal. Pero tener que andar en dimes y diretes con dos a la vez le parecía fuera de sentido. Y peor sin duda cuando desconocía la procedencia del Asdrúbal aquél y si su compostura iba a ser meramente testimonial o si, por el contrario, fuese un ectoplasma cargado de maldad criminal y asesina.
Al cabo de un rato cesó el soniquete de la criatura y Expósito se atrevió a asomarse nuevamente para comprobar el estado de la situación. Algún pequeño ruidito debió de hacer, algo imperceptible según su criterio, pero que hizo que la muchacha se volviese hacia él y susurrase:
-¿Asdrúbal?.
Poco a poco, la aparición se fue acercando al lugar en que se escondía nuestro amigo y, poco a poco, éste se iba haciendo cada vez más pequeño apretándose contra el suelo entre mal disimulados sollozos trémulos y desesperados.
La chiquilla estaba cada vez más cerca y sus pies desnudos ye estaban pisando la hojarasca en donde se escondía el cabo. En su locura, el espectro seguía preguntando por Asdrúbal a voces lastimeras y cada vez que lo hacía, a nuestro amigo se le clavaban sus palabras como puñales en los oídos.
Hasta que ya no pudo más. Hasta que ya no aguantó.
-¡!Hija de mil putaaaaas!!- Rugió Expósito mientras, pegando una cabriola enorme, emprendía una fuga desesperada campo a través.
-¡!Que estás muerta, cabrona!!- Bramaba mientras se perdía entre la espesura.
-¡!Y el Asdrúbal también, cojones!!- Se le oía bramar todavía bien a lo lejos.
Al final, agotado por el esfuerzo, acabó rodando por un camino de cabras y rebozado hasta los calzoncillos en sus cagarrutas. Desesperado, se intentó levantar rápidamente, pero sus fuerzas se negaron a obedecerle. Los nervios y el esfuerzo había hecho mella en él y en aquél momento era incapaz de dar ni un paso más.
Poco a poco fue recuperando la respiración y la compostura. Aún notaba cómo los latidos del corazón le golpeaban violentamente en las sienes, martirizándole, pero su pulso se iba regularizando y la respiración, a su vez, se iba haciendo más lenta y pausada.
Más calmado, intentó comprobar si el lance había tenido consecuencias funestas en su organismo palpándose azorado cada milímetro de su anatomía. Afortunadamente, exceptuando una pequeña brecha en la ceja izquierda y un siete en el pantalón, todo estaba en orden y no había habido daños mayores ni menores. Algo era algo.
Como pudo se fue incorporando y repasando mentalmente todo lo acontecido. Le parecía imposible de creer, pero la chica de la curva existía de verdad y, encima, tenía un socio que se llamaba Asdrúbal, hecho hasta ahora insólito y desconocido, pero que por lo visto hasta el momento, también debía de andar por ahí dando sustos al personal como si tal cosa.
En fin, fuese como fuese, él tenía que tomar una decisión y por mucho que le asustase, bien sabía cual era. Haciendo de tripas corazón, se incorporó lentamente y después de gritar mentalmente –¡!Todo por la Patria!!- desanduvo pesadamente todo el camino recorrido en su fuga desesperada.
Al llegar a la altura en donde se habían desarrollado todos los acontecimientos, se acercó reptando hasta el borde de la carretera desde donde había comprobado que tendría una perspectiva completa del lugar de los hechos.
Horrorizado, pudo verificar que allí ya no había nadie. A pesar de ello, se mantuvo quieto y callado durante un buen rato, no fuese a ser aquello una trampa de fantasmas tendente a confiarle y hacerle salir de su escondrijo para atraparle y darle martirio sin par.
Al cabo de media hora, empezó a pensar que igual sí que era verdad que se habían esfumado y le habían dejado en paz. Aún así y siendo como era un hombre entrenado rudamente para la defensa de la patria, tomó las precauciones necesarias para no caer en celada alguna.
Con una agilidad felina, solo al alcance de personal altamente entrenado, se arrastró hasta el arcén de la carretera haciendo acopio de una buena cantidad de guijarros de punta fina, muy aptos para sus planes.
Reptando nuevamente, se volvió a su escondrijo y de una forma sistemática y metódica, empezó a lanzar las piedras sin parar por todos los alrededores del coche. No se oyó nada de nada. Ni un lamento. Ni un quejido. Nada.
A pesar de los signos inequívocos de ausencias corporales, Expósito, buen conocedor de las tácticas guerrilleras, esperó otra media hora para confirmar sus sospechas. Y nada. Nadie se hizo presente, ni corpóreo ni etéreo. Nadie de nadie.
Con cautela y a la chita callando se incorporó por fin y, muy despacio, se fue acercando hasta el coche para ver los posibles desperfectos por maniobras arteras. Y se llevó una gran sorpresa.
-¡!El casette. Si me ha robado el casette!!- gritó muy alterado.
Aquello iba mucho más allá de lo que se podía esperar. Mal estaba, por así decirlo que una fantasma te pegase un susto de muerte con sus cosas. Muy mal. Pero coño que aprovechase el revuelo y le birlase a uno el radio-casette le parecía un acto inconcebible y fuera de toda lógica.
A pesar de todo y movido por el espíritu investigador que poseen todos los componentes del Cuerpo, rodeó al coche muy despacio, midiendo mentalmente las distancias entre ejes, las distancias perimetrales y la altura de los bajos del vehículo para eliminar los posibles subterfugios de los que se podrían haber ayudado los espantajos en su delito. Pero todo estaba en su sitio. No había signos de manipulación criminal por ningún lado.
Expósito, convencido definitivamente de que el peligro había desaparecido, se subió nuevamente al coche, lo arrancó y partió raudo hacia su primer destino, rumbo a Julastre.

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