sábado, 18 de diciembre de 2010

Capítulo IV


4
        Por fin había llegado el aciago día de la despedida al compañero caído. El cabo Gutiérrez, tras arduos esfuerzos de sus camaradas de armas, por fin descansaba recogido en su totalidad en el ataúd de pino y los hombres al mando del cabo Expósito, cariacontecidos y apesadumbrados, se encontraban perfectamente formados en la explanada del cuartel, listos para la inspección final de cara a las honras reglamentarias.
        Todos los agentes lucían sus galas de tronío sobre las que habían trabajado a fondo para que relumbrasen como las vestimentas del mismísimo san Luis. Los tricornios resplandecían con el sol, cegando cruelmente los ojos de una bandada de estorninos que habían acudido, curiosos, a posarse en el tejado del cuartel. Las botas, por su parte, parecían ser de charol del caro y las hebillas de los cinturones, impolutas, lanzaban miles de destellos iridiscentes en todas direcciones.
        Pero por desgracia, todo lo que era deslumbrón y poderío en las partes brillantes de sus vestimentas, no podía ocultar unos pérfidos manchones grasientos en las casacas oficiales de los uniformados. Y todo por culpa del desayuno de la cantina.
        Aquélla mañana luctuosa, el agente Eustaquio era el guardia encargado de la taberna. Y el buen hombre había decidido por cuenta propia que, ya que iba a ser un día doloroso, largo y pesado, deberían prepararse para el trance con un desayuno en condiciones.  
Por lo general, en sus turnos tras la barra, al darse la casualidad de que su familia regentaba un colmado en Barbastro y que periódicamente le mandaban paquetes de comida, Eustaquio se iba sacando unas perrillas, para ir tirando, sirviendo las viandas recibidas a un precio coqueto y competitivo en los servicios habituales de desayuno, comida y cena a la tropa.
        La última semana le habían enviado una importante partida de latas de sardinillas en aceite que, por cierto,  llevaban caducadas cuatro meses, pero que según le juraba por carta adjunta su tío Juanín, estaban para chuparse los dedos y que bien podía comérselas con total confianza al menos durante otros tres meses más después de recibirlas.
        Tranquilo por el certificado de su tío, aquélla misma mañana las utilizó para el desayuno del destacamento. Y bien que se lo agradecieron sus compañeros, porque se pusieron todos ellos hartos de las sabrosas sardinillas. Hasta tal punto fue la cosa que, buena parte del aceite residual, acabó, debido al babeo resultante a la gula perniciosa y el zampar desmesurado, goteando sobre sus vestimentas de gala, quedando la mayoría de las zamarras con más lamparones que el mismísimo palacio de la Zarzuela al recibir al Papa el 1 de Mayo. Que ya es decir.
        El caso es que, cuando llegó Expósito y pasó revista al grupo, allí estaban todos ellos, grasientos a más no poder, pero ajenos a la situación y rebosantes de sardinillas para su gusto y confort.
        Nada más verles, desesperado, el joven cabo estuvo a punto de dar marcha atrás y llamar a una agencia de pompas fúnebres para que se hiciese cargo urgentemente de la situación y evitarse de ésta forma el bochorno y la ignominia ante aquéllos pueblerinos desagradecidos. Pero para su desventura, comprendió que ya era tarde para cualquier componenda. El tiempo se les había echado encima y, muy a su pesar, tendría que seguir adelante con los planes iniciales pasase lo que pasase.
        A una señal suya, el agente Crescencio empezó a repartir entre todos sus compañeros unas almohadillas que su señora, doña Virtudes, había bordado con sus propias manos y que les servirían para, a modo de cojincitos, ponerlas en sus hombros y evitar de tal manera el daño producido por el peso de la caja mortuoria. Porque otra cosa no se podría decir, pero la verdad era que el cabo Gutiérrez se había cebado toda su vida como un energúmeno y así, en peso muerto y nunca mejor dicho, se podría apostar a que no bajaba de los 180 kilos ni tan siquiera por un sucinto gramo.
Según sus apuntes, para el desfile, los agentes Romualdo y Florentino delante y Dionisio y Edelmiro detrás se harían cargo del primer turno para llevar el ataúd. Los otros tres, en orden y concierto, les irían relevando según el cansancio fuese haciendo mella sobre ellos.
A las doce menos cuarto, don Indalecio, el señor alcalde, de riguroso luto con un traje gris y una banda negra ceñida en su brazo izquierdo, hizo acto de presencia en el cuartel acompañado de don Venancio, el cura párroco y de dos monaguillos vestidos de rojo pasión para acompañar a la comitiva en su funesto paseo.
Nada más verlos, Expósito acudió rápidamente a su encuentro, yendo directamente en dirección del señor alcalde. Tras saludarle muy afectuoso, se deshizo en lisonjas hacia él y le pidió de nuevo mil disculpas por el equívoco del día pasado, del cual, según le juró repetidamente, se encontraba completamente apesadumbrado. Don Indalecio, un buenazo a fin de cuentas, le abrazó largamente muy emocionado para, de inmediato y sin decir ni media palabra, ponerse a su lado y consciente de su deber como autoridad competente, encabezar colegiadamente el cortejo fúnebre.
Y así se hizo.
Los agentes tomaron sus posiciones y a la señal de Expósito, cargaron sobre sus hombros el féretro maldito. La verdad es que debieron de repetir la maniobra varias veces y todo por culpa de las jodidas almohadillas. Doña Virtudes se las había cosido a todos sobre el hombro derecho y claro, mientras a dos de ellos les hacía la labor de una forma muy competente, a los otros dos no les servía de nada el artilugio. Encima, con semejante aditamento, parecía que llevasen un cuerpo extraño ribeteado de bordaditos sobre la chaqueta oficial. Y en un Cuerpo tan serio como el de la Benemérita, el cojincito bordado, porque en definitiva es lo que era aquello, se veía ridículo y completamente fuera de lugar.
Al final y de común acuerdo, acabaron descosiéndose las almohadillas emplazándolas sin anclaje alguno a sus hombros y así, definitivamente y sin más contratiempos, se puso en marcha el cortejo.
A la cabeza, don Venancio, el señor cura, iba leyendo unos salmos con el cabo Expósito y el alcalde, don Indalecio, cada uno en un lado. Tras de ellos, cerrando el cortejo de autoridades, se situaron los monaguillos. Y finalmente el cuerpo del cabo Gutiérrez portado a hombros de sus compañeros.
Uno de los zagales que ejercía la labor de monaguillo, portaba un incensario de plata que agitaba continuamente para evitar que se apagase y el otro, llevaba una especie de cruz de oro bastante grande con muchos adornos, ribetes y parafernalia. Su misión consistía en señalar y bendecir con ella a la gente piadosa según fuese pasando la comitiva a su lado.
Los críos aquéllos, o bien se habían tomado algún tipo de potente elixir alcohólico el día de la fiesta mayor, o bien eran unos zascandiles de mucho preocupar. Porque, sin el menor reparo, la fueron armando durante todo el recorrido. El del botafumeiro, que había empezado mansamente aplicando sobre el aparato unas someras oscilaciones, en la medida que arrancó la comitiva y el cura no le veía, se fue calentando y ampliando cada vez más su repertorio, tanto en figuras y aspavientos como en el rigor y la violencia para menear el aparato. Tan pronto parecía disponer de una honda humeante que volteaba amenazadoramente sobre su cabeza, lista para disparar al primer bellaco que se cruzase en su camino, como cambiaba la utilidad del artilugio y se transformaba de inmediato en un yo-yo gigantesco que subía y bajaba sin ton ni son lanzando pequeñas llamaradas.
Mientras tanto, el otro monaguillo no le andaba a la zaga. El muchacho se entretenía escondiendo su careto detrás de la enorme cruz adornada para aparecer intempestivamente, con una mueca cada vez más horrorosa y haciendo unos aspavientos altamente transgresores a los escasos vecinos que se iban encontrando a su paso.
Porque, a decir verdad, gente, gente, lo que se dice gente, tampoco es que hubiese mucha por el camino. La iglesia estaba situada en una loma a las afueras del pueblo, así que el itinerario era bastante largo y, para más desconsuelo, cuesta arriba. Para los paisanos de Julastre que se habían pasado toda la noche de verbenas, tampoco era plan de madrugar en un día de fiesta, así que, exceptuando dos beatas y tres perros callejeros que estaban a la entrada del cuartel, el recorrido hasta la iglesia fue de lo más solitario y triste que se podían esperar, pues apenas se iban encontrando a ratos a los que iban a por el pan, la leche o algún que otro artículo de urgencia. Y que dicho sea de paso, hacían como que no les veían para no tener que apuntarse a la comitiva en su penoso recorrido.
Las transiciones entre los costaleros se iban realizando a la perfección y siguiendo un plan previamente establecido. Cuando uno de ellos se encontraba fatigado, decía en voz alta –“A mí, compañero”- y, de inmediato, uno de los de refresco ocupaba su lugar.
La comitiva tardó alrededor de una hora en llegar a la parroquia y lo hizo sin mayores contratiempos. En algunos momentos del pasaje se dieron pequeños episodios de malestar entre los costaleros, achacados en su mayoría y con buen tino a las sardinillas del agente Eustaquio, ya que en todos los casos, las dolencias remitieron con las brutales ventosidades que los agentes fueron expeliendo por todo el camino. Fue tal su potencia y tronío que, por momentos, pareciese que una brigada de cornetas asilvestrados  desfilase incrustada en mitad de la procesión amenizando su pesado devenir.
Pero en fin, el mal no llegó a mayores y, dada la ventaja de estar a cielo abierto, apenas fue perceptible el aroma a mar rancio que emanaba de la cabalgata. Y, afortunadamente, si exceptuamos el apartado ventoso, tan aparatoso y delator, ningún otro cuerpo extraño fue expelido por las traseras de la autoridad competente, pudiendo llegar todos ellos a su destino tan inmaculados y dignos como salieron del cuartel.
Cuando el séquito se estaba acercando a la iglesia, un ensordecedor y espectacular volteo de campanas se encargó de avisar a los vecinos y a todo el valle circundante de su inminente llegada a la iglesia.
Como en la mayoría de los pueblos pequeños, el cura párroco de Julastre, don Venancio, había vendido las campanas de la iglesia junto a varias tallas policromadas del siglo XVI para cubrir algunos gastos personales derivados de su afición desvergonzada al bingo. Así que, en su defecto, se habían instalado varios altavoces en el campanario y el sacristán mayor era el encargado de poner en funcionamiento su dispositivo para las ocasiones especiales.
El sacristán se llamaba Alarico Seisdedos y era a su vez el alguacil del pueblo. De edad indefinida pero elevada, se le calculaba que rondaría los ochenta, pero él, siempre que se le preguntaba, respondía coqueto que treinta y muchos, dibujando una sonrisa enorme en su enjuta cara acartonada. Tamaña desmesura le dejaba al descubierto las encías sonrosadas y una única muela verde-azulada al fondo a la izquierda que no solo le afeaba en exceso, sino que además imprimía a su aliento una terrible fetidez, como a cenicero viejo, causante en gran medida de su pérdida alarmante de amistades durante los últimos años entre el vecindario inmediato y sus alrededores.
Alarico era todo pundonor y voluntad, pero adolecía de algún que otro defecto. Como por ejemplo, que era más sordo que una tapia. Y eso, a veces, le ocasionaba más de un quebradero de cabeza.
Desde lo alto del campanario, el bueno de Alarico tenía una perspectiva fantástica de todo el pueblo, así que pudo seguir paso a paso el recorrido del cortejo. Cuando calculó que estaban aproximadamente a unos cien metros de la iglesia, se metió para el interior de su refugio y puso en marcha el reproductor con la cinta de las campanadas. Según sus anotaciones, el toque a difunto estaba en la cuarta posición, inmediatamente detrás del toque de fuego arrasando las cosechas e inmediatamente por delante del toque a inundaciones pertinaces.
Bien, pues fuese por los nervios, fuese por la miopía rabiosa o vaya usted a saber por qué, el sacristán puso equivocadamente el toque a fuego arrasando las cosechas a todo volumen en el equipo y, dada su sordera monumental, ni se enteró de su error, asomándose de nuevo tan campante en medio de la escandalera de las campanas para ver la llegada de la comitiva.
Estaba a punto de entrar el cura por la puerta de la iglesia cuando empezaron a llegar, completamente sofocados, los primeros paisanos equipados con baldes, palas, rastrillos y todo tipo de herramientas útiles para extinguir las llamas al modo tradicional. Muy alarmados, rodearon a don Venancio y a don Indalecio y les acosaron a preguntas ya que no se explicaban dónde estaba el fuego. No se veía humo por ninguna parte y eso, según clamaban, en Julastre y en Lima era un signo inequívoco de fuego al por mayor. Y no era ese el caso.
Expósito, viendo aquélla multitud, estaba entusiasmado. No entendía muy bien lo que estaba pasando, pero la aparición de la gente del pueblo le había emocionado hondamente. Y en prueba de su reconocimiento, hizo lo único que se le vino a la cabeza por agradecer el detalle.
-¡¡Carguen armas!!- Gritó enardecido.
Su intención no era mala en sí mismo. Lo único que pretendía, como simple y sincero acto de agradecimiento hacia sus nuevos vecinos, era adelantarse y lanzar en aquél momento la salva de honor prevista para la salida del féretro. Pero por lo visto y muy a su pesar,  no fue esto lo que entendieron los allí congregados.
A su escaso entender, el comandante andaba picajoso por su ausencia al funeral y pensaron que, quizás atacado por el odio hacia sus vecinos maleducados, pretendía fusilarles allí mismo como escarmiento a su desfachatez.
De cabeza y en tropel se lanzaron todos al interior de la iglesia, gritando como locos:
 -¡No si ya veníamos!-
-¡Por el amor de dios, cálmese almirante!-
-¡Viva España. Viva Franco-¡
El cabo Expósito se vio nuevamente sorprendido por la actitud de los lugareños.
-Hay que ver- pensó para sí –lo raros que son los julastreños. Van y vienen de acá para allá con todo tipo de artilugios raros y, así, sin más ni más, justo cuando les vamos a dar la salva de honor, se meten embarullados a la iglesia-
Tomó nota mentalmente de lo sucedido para repasarlo con más calma en el cuartel. En todo caso, estaba muy satisfecho con la llegada de todos ellos y olvidándose de todo por unos momentos, ordenó a la tropa volver a cargar con el ataúd e iniciar la marcial entrada al recinto sagrado para el oficio mortuorio y despedida oficial del bueno de Gutiérrez.
Cuando el alcalde pretendió abrir el portón, una salva de sillas, reclinatorios, biblias mormonas, huesos de santo y todo tipo de artilugios eclesiásticos cayeron en tropel sobre su cabeza. Solo con grandes esfuerzos, entre Expósito y los agentes Edelmiro y Romualdo consiguieron cerrar de nuevo las puertas para valorar los desperfectos ocasionados con la trifulca. Afortunadamente y exceptuando una brecha en el labio superior de don Indalecio, no se produjeron daños mayores así que, una vez restañada la herida, Expósito se dirigió a voces a los encerrados para conocer sus propósitos.
-Al habla el comandante en jefe de la plaza- Chilló enojado. -¿Se puede saber a qué vienen éstos desmanes en un día tan de luto? Les ordeno que depongan inmediatamente su actitud  por el bien de todos o la que se va a liar es parda-
-¡Tú lo que quieres es darnos matarile, so cabrón!- Se oyó gritar desde el otro lado de la puerta.
-¿Pero qué matarile ni qué niño muerto?- Respondió Expósito que cada vez entendía menos de lo que estaba pasando.
-¡Entra si te atreves, burriciego!- Bramó algún desconsiderado desde el interior. –¡Que en Julastre entendemos de esto, matacabras!-
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#NOTA DEL AUTOR#
En el siglo XII, Julastre del Camino sufrió el asedio de los Martinianos, una secta de seguidores acérrimos de Martín Gurriato de la Enagua, un eremita enajenado que vivía en las cuevas de la serranía y que predicaba que para el perdón eterno, no había como la sodomía y las sopas de ajo. Poco a poco su fama fue transcendiendo allende las colinas y consiguió de ésta guisa formar un ejército de fervientes seguidores a sus órdenes.
Con ánimos evangelizadores en algunos y muy promiscuos en la mayoría, los Martinianos sitiaron Julastre del Camino durante sesenta días y sesenta noches encontrando en la población julastreña una resistencia firme e inesperada. Aburridos, desesperados y vencidos, los Martinianos volvieron a sus dominios para no reaparecer jamás por aquéllos parajes.
El hecho llegó al conocimiento del Marqués de Moñoños que, en reconocimiento de la valentía de sus moradores, concedió a Julastre del Camino el título de Hijo Mayor de Moñoños que, como tal, es posible apreciar inscrita la leyenda en el escudo nobiliario que hay a la entrada del pueblo e instituyó desde en ese mismo momento aquél día triunfal como el día grande del pueblo.
#FIN DE LA NOTA DEL AUTOR#
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El alcalde, buen conocedor de la historia, llamó a un aparte al cabo e intentó razonar con él la forma de acabar con bien tamaño desatino.
-Mire usted, eminencia. No digo yo que lo del fusilamiento llegue a ser una mala idea, no. Que la verdad, por aquí son todos muy cazurros. ¿Pero no vendría mejor dejarlo para otro día con menos pesares?-
Expósito abría y cerraba la boca sin saber qué responder. A su entender, a todo el pueblo se le había ido la olla y él no tenía ni idea de cómo proceder, ni había leído en ninguno de sus manuales el proceso perceptivo a seguir en tales circunstancias.
-Entre usted y yo- Prosiguió don Indalecio.-Lo mejor sería hablarlo con calma. Si me lo permite, me ofrezco personalmente para entrar en la iglesia y hacer ver a esos bárbaros su sinrazón para poder oficiar el luto de una santa vez y volver cada cual a lo suyo.-
Expósito afirmó con la cabeza semi desmayado. Total, pensó, quién mejor para hablar con unos chalados que otro chalado como éste. Así que se hizo a un lado mientras seguía dándole vueltas  a la cabeza, sin comprender cómo se podía haber llegado a aquélla situación precisamente el día del funeral.
El alcalde se cuadró delante de la puerta y gritó muy gallito:
-Soy Indalecio, el alcalde. Y por mis cojones que voy a entrar ahora mismo en la iglesia-
-¿Vas armado, Indalecio?- Respondieron desde el interior.
-Abre Eleuterio. Abre que sé que eres tú y como te andes con remolonas, te desguazo a la que te pille, pimpollo-
-De eso nada monada- Contestaron mosqueados. –Que a la que asomemos nos afusilan los civilotes y no estamos por la labor-
-¿Pero qué afusilar ni qué afusilar?, ostias. Abre Eleuterio, abre de una vez y hablamos con tranquilidad el tema, cojones. Que aquí han habido malentendidos-
-Pues si quiere usted entrar, o lo hace en pelotas o no entra. Que no nos fiamos. No nos vaya a colar armamento-
-En pelotas se va a poner tu puta madre, Eleuterio- Respondió Indalecio enardecido. –Y a la que te coja, te vas a acordar tú del Indalecio para toda tu vida. Abre, cojones, abre que te descalabro Eleuterio-
Tras un pequeño instante, se oyeron en el interior de la iglesia ruidos de arrastrarse muebles pesados y, de inmediato, se abrió una rendija en la puerta tras la que un ojo inquisidor oteó el horizonte detenidamente.
Con rapidez se volvió a cerrar la puerta y, por lo que se escuchaba desde afuera, se originó un debate muy airado entre los allí encerrados sobre el modo de proceder. Un buen rato después, se volvió a abrir la puerta y una voz salida desde el interior se dirigió al alcalde autoritariamente:
-Pasa Indalecio. Pasa. Tú sabrás en la que te estás metiendo-
La espera se le hizo interminable al bueno de Expósito. No así, sino al contrario, al resto de la tropa. Los pobres habían llegado agotados por el esfuerzo, por lo que, sin rubor alguno, aprovechando la demora, se fueron tumbando alrededor del féretro para echar una cabezadita y descansar de tanto padecer.
Por fin, el portón se abrió nuevamente y el alcalde Indalecio salió dignamente de la iglesia portando un extraño documento entre sus manos. Sin más historias, se dirigió directamente a reunirse en un aparte con Expósito y le largó el documento con éstas palabras:
-Éstas son las condiciones de los encerrados para salir de la iglesia-
Y Expósito leyó el documento detenidamente. Constaba de tres puntos y así decía:
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DOCUMENTO JULASTREÑO DE LIBERACIÓN.
1.- Se anula cualquier orden de afusilamiento indiscriminado por parte del Cuerpo de la Benemérita entre la población julastreña.
2.- En caso de ser obligatorio un afusilamiento ejemplar y testimonial, se procederá en la persona del señor alcalde. Que para eso está.
3.- Las fiestas del pueblo se siguen como estaban punto por punto.
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El cabo miró directamente a los ojos al alcalde. No entendía nada de lo que estaba ocurriendo, se notaba muy mareado y lo más curioso es que el hombre aquél, el pedazo de tonto la chorra, permanecía muy envarado frente a él y le observaba orgulloso y ufano de su cometido, mientras le ofrecía un bolígrafo para la firma del documento.
-Firme usted, su eminencia. Y pelillos a la mar.-
Expósito cogió el bolígrafo con mano temblorosa y, antes de firmar, echó una última mirada a su alrededor. Y lo que vio no hizo sino estremecerle una vez más;  el féretro de Gutiérrez por los suelos, los agentes dormitando, vestigios de la batalla por doquier, los monaguillos jugando a los chinos…………
Inspiró profundamente, se santiguó tres veces y firmó.
Llorando, pero firmó.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Capítulo III


3
        El funeral se podría realizar, por fin, al día siguiente de la fiesta mayor de Julastre del Camino. Y por suerte, los problemas fueron menores de los que se podían esperar para la ocasión.
        El principal de ellos era el de mantener en condiciones el cadáver del cabo Gutiérrez durante ese tiempo de espera sin que, al estar a la intemperie, se fuese descomponiendo. El cabo Expósito había decidido guardar el cuerpo en el frigorífico de la cantina, tal y como tantas veces había visto hacer a los forenses del Cuerpo en sus cámaras del Hospital comarcal. Y así se hizo. O al menos se intentó.
        Y es que había un problema inicial. Siendo un cuartel tan pequeño, la comandancia había destinado para su uso un frigorífico normal, de los habituales en las casas particulares, es decir, de estructura vertical. Y claro, había que meter al cabo Gutiérrez de pie y no había manera. Al buen hombre se le había pasado el “rigor mortis” y, cada vez que le iban a introducir, se doblaba por el espinazo y por las articulaciones, no habiendo forma humana de cerrar la puerta sin dejar una parte de su anatomía fuera del aparato.
        Se valoraron diversas opciones, alguna de ellas realmente singular. La más sencilla y práctica era la de tumbar el frigorífico en el suelo para poder meter sin mayor problema el cuerpo en su interior. Y así se hizo. Pero algo fallaba en el planteamiento porque según lo tumbaban, el artefacto empezaba a chisporrotear encendiéndose y apagándose a lo loco, perdiendo así todo su propósito y finalidad. Fue, por lo tanto, rechazada de inmediato por poco práctica.
        La segunda idea fue también rápidamente desechada. Consistía limpia y llanamente en cortar en pedazos con una sierra el cuerpo del cabo e ir repartiendo los trozos en los diferentes compartimentos del frigorífico. Las vísceras y órganos blandos en las zonas más bajas para ir subiendo hasta llegar a las partes óseas y más duras que ocuparían las zonas más altas del aparato.  


        Si se rechazó, no fue realmente porque no fuese útil, que lo era. En realidad y según la opinión generalizada, entero o a pedazos, una vez metido en el ataúd y bien cerrado, nadie se iba a enterar de la componenda, así que, por ese lado, todo el mundo estaba de acuerdo en que la idea era sumamente práctica. El problema es que nadie en el cuartel se presentaba voluntario para la tarea y que, al ser Julastre del Camino un pueblo pequeño, no disponía de matarife oficial ni nadie con los conocimientos suficientes para el descuartizamiento fino del cadáver. Y eso sí que no. Bajo ningún concepto se quería hacer una chapuza con el cuerpo de un compañero de armas. Hasta allí se podría llegar.
        Al final triunfó la última propuesta que, de alguna forma, aunaba las dos virtudes de las anteriores ya que era práctica y audaz al mismo tiempo. Consistía en escayolar de arriba abajo el cuerpo del difunto. Así, una vez seco y endurecido, se podía meter al cabo verticalmente en el frigorífico para garantizar definitivamente la labor de su mantenimiento en las mejores condiciones posibles durante el tiempo de espera.
Los agentes Edelmiro y Romualdo fueron los encargados de acercarse hasta la capital en el vehículo oficial y comprar los rollos de escayola suficientes para la faena, mientras el resto de sus compañeros se dedicaron a preparar los aditamentos necesarios para la tarea. Dispusieron el cuerpo de Gutiérrez sobre una puerta vieja que habían colocado sobre dos caballetes a modo de camilla y pusieron a su alrededor varios baldes llenos de agua para remojar las bandas impregnadas antes de enrollarlas alrededor del cuerpo inerte.
Una vez que regresaron los hombres enviados a la capital, se procedió a la fase de escayolado en la que participó la tropa al completo. Al principio, todo se hizo con el máximo respeto y consideración hacia el finado. Pero en la medida en que se iba avanzando y empezaba a cundir el cansancio y el tedio entre los agentes, la cosa se les empezó a ir un poco de las manos. O mucho, depende de cómo se mire.
Inicialmente fueron pequeñeces, ligeras escaramuzas para romper la tensión del momento, como ponerle unos pezones enormes o enyesarle la nariz y pintársela de rojo. Chiquilladas.


Pero la cosa ya empezó a tomar otros derroteros cuando le enyesaron el pene y se lo alargaron hasta la rodilla. O cuando le dejaron el culo al aire –para que respire el pobre- según las  palabras de algún ingrato jovenzuelo y ante el cachondeo general.
El cabo Expósito tuvo que tomar cartas en el asunto de inmediato y, bajo la amenaza de juicio de guerra sumarísimo y expulsión inmediata del cuerpo, las aguas volvieron a su cauce y se acabó con normalidad el proceso de embalsamamiento casero del difunto.
Retirados a descansar, el agente Florentino, cuya familia tenía una pequeña explotación porcina amén de un secadero de jamones, tuvo una brillante idea que trasladó a sus compañeros así, como de pasada.
-A éste lo que le hace falta es un buen oreo para que se seque rápido y en condiciones- Comentó en voz alta. Y, por supuesto, todos ellos, al unísono, le dieron la razón.
De inmediato, tuvieron la brillante idea de, mediante una pequeña polea, colgar al cabo Gutiérrez del tendedero de la ropa para someterle a las corrientes de aire del segundo piso, algo que sin lugar a duda beneficiaría holgadamente a sus pretensiones. Y así lo hicieron, según consta oficialmente en el libro de guardia del cuartel, sobre las once de la mañana del día mayor de las fiestas patronales.
A eso de las doce del mediodía y cuando todo estaba en calma, paz y armonía, acertaron a pasar por allí unos jóvenes pertenecientes a la peña de las fiestas del pueblo que venían de rondar toda la noche y que, por fin, se iban de retirada todavía medio borrachos de la juerga verbenera. Y claro, se fijaron en el cabo. ¿Cómo no se iban a fijar en él, si estaba el buen hombre hecho un monigote, todo de blanco y colgado de un tendedero del segundo piso?  
-¡!Una piñata. Una piñata!!- Gritó uno de los jóvenes emocionado.
-¡!Los civiles han puesto una piñata para las fiestas. Viva el Cuerpo y la madre que los parió!!- Aullaron enardecidos todos a la vez.


Y sin más contemplaciones corrieron hasta las campas para conseguir piedras hasta hartarse y unas varas lo suficientemente largas como para llegar con ellas a su objetivo.
A eso de las doce y media, el cabo Expósito estaba repasando sobre un plano de la iglesia el procedimiento a seguir durante el funeral que se iba a celebrar al día siguiente.
-En el primer banco de la derecha me situaré yo acompañado de los tres guardias más jóvenes. En el banco de la izquierda se situarán los cuatro guardias de mayor edad, todos vestidos con el traje oficial de las ceremonias- Iba rematando muy serio.
Mientras, por la ventana se empezó a filtrar un ligero runrún de algarabía callejera, algo a lo que no le quiso dar mayor importancia a pesar de que, de alguna forma o de otra, tamaña actitud le dolía en el alma. No lograba entender que aquéllos pueblerinos inmundos continuasen las fiestas como si nada en un día tan doloroso para el Cuerpo.
-Pero en fin, así de ingrata es la vida- Pensó para sus adentros. –Das tu vida por ellos y tal es como te lo agradecen-
La intervención de uno de los guardias le sacó de su ensimismamiento.
-Permiso para hablar, mi cabo-
-Hable usted Asdrúbal. Diga lo que quiera- Respondió Expósito.
El agente Asdrúbal era, por así decirlo, un poco retrasado. Nada escandaloso ni fuera de lugar, no, pero sus luces eran tan cortas que no llegaban más allá de sus propias narices. Él lo sabía, e intentaba compensar sus carencias utilizando las palabras más enrevesadas que aprendía y que cada día iba buscando a escondidas en un ejemplar de “El Quijote” que por motivos desconocidos estaba en el cuartel.
-La brusquedad en el tránsito de nuestro egregio cabo, ha obstruido la pervivencia en el posicionamiento al respectivo numeral de la casuística. Lo siento en la esencia. Pero su excelsitud debería disponer una nueva viabilidad o la disyuntiva se va a pique. O no lo cree talmente?


El cabo Expósito, al principio, se quedó petrificado en su silla. No había entendido ni una castaña del parlamento y miraba con ojos atónitos al resto de los presentes en demanda de ayuda. Pero rápidamente se dio cuenta de que a todos les pasaba algo parecido, aunque por sus gestos, bien se veía que ya estaban acostumbrados. El que no miraba para el techo silbando por lo bajinis, se limpiaba las uñas o se rascaba la cabeza con desidia. Pero todos ellos, todos en absoluto, como si no estuvieran allí.
Sopesó con largueza su respuesta. A botepronto, se veía claramente que aquél agente era tonto del culo y que por lo tanto, no había malicia alguna en sus palabras. Así que, por ese lado, se podía quedar tranquilo.
Ahora bien, se daba cuenta de que, dependiendo de su respuesta, aquello se podía alargar indefinidamente dado el carácter del agente. Iba a responder a la brava lo primero que se le ocurriese cuando, de repente, un cristal saltó hecho añicos por el impacto de una piedra.
-¡!Los rojos. Los rojos que se han levantao en armas y vienen a por nosotros!!- Empezó a gritar desesperado el agente Crescencio mientras se arrojaba apresuradamente debajo de la mesa.
De inmediato, el cabo Expósito seguido muy de cerca por el resto de sus hombres, se asomó ligeramente y con mucho cuidado por la ventana de la oficina para comprobar si aquello era un ataque criminal y sedicioso de alguna checa burgalesa de cuya existencia ignoraba, o bien era fruto de algún percance fortuito en las afueras del cuartel.
Y nada más asomarse, lo que pudo ver le provocó un estertor interminable que jamás en su vida podría olvidar. En una primera impresión, comprobó que, allí afuera, unos cuantos mozalbetes borrachos como cubas, tiraban piedras y arreaban con palos a un monigote horroroso que colgaba de la segunda planta del cuartel. Pero cuando se fijó más detenidamente, su corazón por poco no aguanta la prueba. ¡Era el cabo Gutiérrez el que colgaba por la ventana!
La Virgen del Carmen!- sollozó anonadado.
Rápidamente se dirigió a la segunda planta con la intención de descolgar al pobre Gutiérrez, mientras ordenó a sus hombres salir al exterior para calmar los ánimos de los chavales y afearles seriamente su conducta para con un, extinto o no, eso era lo de menos, miembro de la ley.


Al asomarse por la ventana, Expósito comprobó que la altura era exagerada para producir una caída a saco al cortar las amarras. Pero, al mismo tiempo, se dio cuenta de que sería imposible descenderlo poco a poco mediante cordajes, ya que los cables de la luz y el teléfono imposibilitaban la maniobra.
Reunido urgentemente con sus hombres, al final acordaron utilizar las técnicas de los bomberos para cuando alguien salta desde una ventana. Es decir, extender una lona o artilugio similar para amortiguar la caída de Gutiérrez una vez cortadas las amarras.
Al no encontrar ninguna lona por todo el cuartel y mira que buscaron detenidamente, decidieron unir varias sábanas mediante nudos marineros de alta efectividad, sujetadas firmemente en su perímetro por la totalidad de la tropa y así evitar desgarros u otro tipo de situaciones embarazosas.
El cabo Expósito subió nuevamente al segundo piso y ya que estaba en un sitio privilegiado desde su atalaya, se encargó de dirigir desde un inicio la operación.
-Dos pasos a la derecha, dos- Gritaba solemne.
Pero claro, tampoco aclaraba a la derecha de quién, así que a cada orden, los agentes chocaban entre sí y se enzarzaban en agrias discusiones sobre el sentido de la marcha.
-A mi derecha, a mi derecha, gilipollas- Rugía Expósito.
Pero tampoco era efectivo.
Según el sentir general expresado a gritos, los agentes opinaban en su mayoría y algo mosqueados que les faltaban datos y que se dejase ya de hacer el listillo que les estaba liando. Y tenían sus motivos.
-Mire usted, mi comandante- Se encaró desde abajo el agente Romualdo. –Al verle a usted tan de postín y tan gallardo allí arriba, desde nuestra posición, su derecha es nuestra izquierda, mientras que desde su posición, su derecha nuestra izquierda y nuestra izquierda su derecha. Así que, por el bien del operativo, al dirigirse a nosotros, indique con claridad el posicionamiento previo y todo irá como la seda. A sus órdenes de vuecencia para lo que guste mandar.-


Expósito sopesó la situación muy pero que muy preocupado. En poco tiempo se estaba dando cuenta de que, de todos los agentes del Cuerpo que pudiesen existir, de todos ellos, en el Cuartel de Julastre del Camino se habían concentrado el mayor número de retrasados mentales por metro cuadrado posible. Aquello, bien lo sabía, iba a ser su ruina.
Un poco deprimido, pero consciente de su deber, Expósito sacó uno de sus brazos por la ventana y rugió:
-Derecha. Ésta es la DE-RE-CHA-
Y a continuación sacó el otro brazo y volvió a rugir:
-Izquierda. Ésta es la IZ-QUI-ER-DA- Mientras sus ojos se empezaron a humedecer por la desesperación.
La tropa asintió agradecida y sin más discusiones se prepararon para la labor. Cuatro de los agentes agarraron fuertemente las sábanas por las esquinas y, los tres restantes se repartieron por las zonas que a su entender podían ser más débiles y susceptibles de resquebrajamientos profundos.
El cabo Expósito, sabiendo de lo delicado de la operación, creyó conveniente hacer una prueba preliminar, así que, sin avisar a los agentes para que no se relajasen, cogió una almohada de la litera que había en la habitación y, sin previo aviso, la tiró ventana abajo gritando: -“Hombre vaaa”- con todas sus fuerzas.
O bien las fuerzas del orden se habían movido ligeramente, o bien el cabo había dado un impulso desmesurado a la almohada, o bien las dos cosas a la vez. El caso es que la almohada acabó dándose un trompazo tremendo a un par de metros más allá de donde se encontraba la sábana salvadora.
La reacción de los agentes fue muy variada y, como siempre, dependiente del grupo de edad al que perteneciese cada cual. En el grupo de los jóvenes no hubo demasiadas diferencias. Los tres a la vez se echaron a correr según la almohada se descalabró contra el suelo y no pararon hasta llegar a la esquina del cuartel desde donde, escondidos y muy asustados, miraban de vez en cuando para comprobar en qué acababa todo aquél akelarre.


En el grupo de los veteranos, las diferencias fueron mínimas pero evidentes. El agente Edelmiro empezó a hacer dibujos en el suelo con un palito al parecer profundamente concentrado. A su vez, el guardia Crescencio que, según suposiciones, ya había tenido un breve pero intenso encuentro con la cazalla, se lanzó sobre la almohada e inició un profundo boca a boca con ella, siguiendo fielmente el proceso de reanimación del manual “Devuélveles a la vida. Son tus hermanos” que la Benemérita había repartido entre sus componentes.
Los otros dos agentes, Dionisio y Eustaquio, muy relajados y parsimoniosos, empezaron a recoger el montaje doblando la sábana y lamentándose en voz alta de que si lo que pensaba hacer desde un principio el señor cabo era tirar a Gutiérrez al tun-tun, pues que muy bien, sea, pero no entendían ellos a qué venir a molestarles con la tontería esa de los bomberos ni de leches en vinagre. Que no tenían todo el día para estar a sus caprichos como si tal cosa.
Para cuando pudo reaccionar el cabo Expósito y bajar del piso, todos los agentes habían vuelto a entrar al cuartel y estaban tan ricamente en la cantina, departiendo con unas cervecitas en la mano lo duro y fatigoso que estaba resultando la jornada en cuestión.
-¿Quién cojones les ha dado permiso para abandonar el servicio?- Bramó Expósito desde la puerta.
Su mirada encendida y sus ademanes desmedidos, pusieron en guardia a los agentes sobre sus intenciones.
-Repito y espero que sea ésta la última vez. ¿Quién coño ha sido?-
Un silencio espectacular se adueñó de la cantina. Era tal su magnitud que, con el tiempo y recordando el pasaje, algún guardia de los presentes juraba por lo más sagrado a quien le quiso oír, haber llegado a percibir en aquél momento la caída al suelo de las avellanas maduras de campa Belandia, situado ni más ni menos que al otro extremo del pueblo.


Dado que la cosa podría ir a mayores y para evitar una tragedia, los agentes fueron mansamente desfilando de nuevo a sus puestos, pensando para sus adentros a ver qué nueva mamarrachada se le iría a ocurrir ésta vez al comandante con tal de tocarles un poco más las narices.
El cabo Expósito les urgió a ocupar nuevamente sus sitios y él, rápidamente, volvió a subir al segundo piso rabioso por acabar de una vez con aquél martirio. Y más rabioso se puso cuando, al asomarse por la ventana, comprobó que medio pueblo se había acercado al enterarse de la situación y, sentados en un amplio círculo rodeando la zona, se cruzaban apuestas sobre el éxito o no del lanzamiento, mientras se repartían las tortillas y las botas de vino que llevaban para el espectáculo de la suelta de vaquillas.
-Éstos son tontos- Comentó asustado Expósito.
Y es que, por lo visto, a los agentes les había sorprendido agradablemente tanta expectación y salían saludando como hacen los toreros de feria a la afición. Si hasta se pusieron de acuerdo los desalmados y organizaron un paseíllo, simulando dos de ellos ser los espadas, otros tres los banderilleros y los dos restantes hacían como que iban trotando a caballo emulando el poderío y gallardía de los picadores al entrar a la plaza.
Y el cabo ya no pudo más. Desquiciado por completo y fuera de sí, se lanzó como un loco a por el cuerpo de Gutiérrez y sin avisar a sus hombres ni importarle un pimiento las consecuencias, cortó de un tajo las cuerdas que le ataban al tendedero de la ropa.
-Chofff-
Un golpe seco y bastante desagradable acabó de inmediato con la algarada de los agentes que, como no se lo esperaban, volvieron a salir corriendo a escape del sitio por lo que pudiera pasar.
-¡!Ohhhhhh!!- Aullaron los del pueblo ante el batacazo.
-¡!Síiiiiii!!- Gritó Expósito ya fuera de sus cabales.
Poco a poco y una vez pasado el primer desconcierto, la situación fue volviendo a la normalidad.
Los agentes se animaron a regresar tímidamente y anduvieron durante un buen rato rodeando al difunto haciendo todo tipo de comentarios y conjeturas.


-Pues porque estaba muerto. Que si no, se mata- Decía uno.
-¿Estará dentro todavía?- Preguntaba otro extrañado.
-Esto es un aviso del más allá- Terció el último muy sobrecogido.
Pero, al final triunfó la cordura e hicieron lo único que se podía hacer en aquél momento. Con las sábanas recogieron el cuerpo y los restos de escayola que se habían desperdigado por la zona y en una procesión espontánea y sentida, metieron definitivamente el cuerpo al interior del cuartel para, de una santa vez, introducirle en el frigorífico y prepararse para una próxima jornada dramática y sentida en honor del compañero y amigo.
La gente del pueblo se fue yendo poco a poco, algo desengañados por un final tan brusco, indigno a su entender en un Cuerpo tan español y tan patriota. Y el ambiente, a su vez, se tornó triste y melancólico, al compás de tan luctuosa y conmovedora situación.
Y el día fue, por fin,  transcurriendo lenta y pesadamente en el interior del cuartel. Quizás, vayan ustedes a saber, anunciando sin rubor que mañana sería otro día, sin duda, pero avisando a su manera que las hondas emociones no habían hecho mas que empezar.

lunes, 6 de diciembre de 2010


2
        El cabo Expósito paró su vehículo en un alto a las afueras del pueblo. Respiró profundamente dejando que el aire puro de la mañana inundase sus pulmones y admiró el paisaje iluminado por la suave luz del amanecer y que, por cosas del destino, en muy poco tiempo se iba a convertir en sus  dominios. Desde allí podía divisar perfectamente el cuartelillo situado en el centro del pueblo. Como se imaginaba, era la clásica estructura cuadrada con un patio central tal y como pudo comprobar desde su atalaya. Y de sobra sabía lo que allí, en su interior, le estaba esperando. Su tropa.
        Por experiencia propia, sabía que en ese tipo de pueblos pequeños había siempre una dotación ínfima, compuesta fundamentalmente por dos tipos de agentes muy determinados: Por una parte, se encontraba el grupo de los guardias civiles viejunos y cazurros como ellos solos y que habían llegado a la edad cercana a la jubilación sin haber podido ascender por ninguno de los métodos habituales, es decir, méritos propios, oposición, actos de valor o enchufe vulgar y corriente.
        Como regla general eran vagos, borrachines y harto descuidados en el vestir y aseo personal. Tenían sin embargo la gran ventaja de que, por lo habitual no daban guerra, ya que continuamente trataban de pasar desapercibidos escaqueándose de todos los servicios posibles. Los mandos que tenían a sus órdenes a éste tipo de personajes, sabían que lo mejor era hacer como si fueran invisibles y esperar a que la jubilación, la cirrosis o alguna otra enfermedad bendita les alejasen definitivamente de sus dominios.
        Y luego estaba el segundo grupo, el de los novatos. Normalmente lo formaban jovenzuelos sin formación alguna y que habían entrado al Cuerpo buscando una manera fácil y cómoda de disponer de unos dineros. Por lo general, parte del primer sueldo se lo mandaban a la familia y a partir del segundo, si te he visto no me acuerdo. Llegado el cuarto mes se compraban un coche usado pero ruidoso y se dedicaban en su tiempo libre a alardear por los pueblos vecinos en busca de mozas asequibles y casquivanas.
        Éste grupo era menos de fiar para sus mandos. Sus ademanes chulescos y sus maneras de cow-boy de pacotilla eran fuente de continuos conflictos, tanto en el interior del cuartel con sus propios compañeros, como en el exterior, con los vecinos de la localidad. Su única ventaja es que eran tan estúpidos y con tantas ganas de destacar que los veteranos les engatusaban enseguida y les endilgaban la mayoría de las guardias, controles y servicios especiales del cuartel.
        -En fin-, pensó Expósito. -Ya hemos llegado a nuestro destino-
Y, previsor, abrió el maletero del coche para sacar el traje de faena pues con lógica, pensó que no sería apropiado presentarse de paisano ante sus hombres, no fuese a ser que se llevasen una impresión equivocada de su profundo amor al Cuerpo.
        La casualidad quiso que, al dejar la ropa oficial en el camino para cambiarse, lo hizo con tal mala fortuna que puso el pantalón sobre un cagarrón reciente de vaca que le había pasado desapercibido. Fuese como fuese, el buen hombre se vistió apresuradamente pues le daba vergüenza que algún pueblerino le viese desnudo en aquél paraje malinterpretando aviesamente la situación, así que se montó rápidamente en el coche para de paso, resguardarse del rocío calahuesos de la madrugada.
        A los cien metros, ya notó que algo raro pasaba porque olía mal a rabiar. Se miró instintivamente las botas reglamentarias, pero comprobó que estaban limpias e impolutas, listas para una revisión en toda regla. El suelo también aparecía limpio de todo resto inmundo y, mosqueado,  ya estaba a punto de parar el coche para revisar el habitáculo cuando cayó en la cuenta: -¡!Era la purina!!- se dijo para sí sonriendo.
        Y revivió con nostalgia aquéllos días de primavera en su Puchetas querido en los que los campesinos abonaban la tierra con la purina, mezcla pútrida de heces de animales, anegando la zona con su olor pestilente. Cómo le gustaba ahora aquél olor. Qué recuerdos tan maravillosos los de su infancia.
        Y así, más tranquilo y ensimismado, puso rumbo definitivo al cuartel.
        Nada más llegar, comprobó con orgullo que sus hombres le estaban esperando expectantes. Y no era para menos.
        Al cruzar el umbral de la puerta, lo primero que vio fue el ataúd del cabo Gutiérrez en el medio del patio rodeado de cuatro hachones encendidos. Sobre él, junto a un ramo de lilas medio secas, habían depositado la bandera de la patria y el tricornio que llevaba el buen hombre el día de autos, día funesto e inolvidable entre sus compañeros de armas.
        Sus hombres estaban en perfecta formación a la cabecera del muerto. Alguien, posiblemente una de las mujeres de un guardia civil, puso por la megafonía de ambiente el himno del cuerpo y él, muy marcial, inició la ceremonia oficial de pasar revista a la dotación. A su lado, el agente de mayor edad y que dijo llamarse Edelmiro Retuerto, le fue presentando uno a uno a sus huestes. Con cada uno, Expósito se cuadraba, le saludaba marcialmente y, al final, le daba la mano como signo de cordialidad.
        Según anotó mentalmente, disponía de siete efectivos; cuatro veteranos y tres novatos. A la par que se los iban presentando, Expósito iba reteniendo los nombres en su cabeza pues era muy meticuloso y le gustaba impresionar a la gente cuando, desde un principio, se dirigía a sus interlocutores directamente por sus propios nombres, ganándose con ello de inmediato su simpatía y su admiración personal.
        Habían pasado ya a tres números, Crescencio Palomares, Dionisio García y Eustaquio Bocanegra, cuando el agente Edelmiro le presentó al número cuatro. Que también es casualidad, coño.
        - Asdrúbal de la Curva- Dijo el buen hombre llamarse, cuadrándose marcialmente y taconeando al suelo con una violencia inusitada.
Y el cabo Expósito, en aquél mismo momento, soltó un –Ahhhhhh- entrecortado seguido de un -¡!Uhhhhh!!- más estremecedor, mientras se agarraba con fuerza al brazo de su ayudante. Porque, de la impresión, al pobre hombre la tensión se le bajó a los calcetines, los ojos se le pusieron en blanco y le entraron unos tics nerviosos en la cabeza que si no se le llegó a desenroscar, fue porque no lo quiso el Señor. Pero anduvo cerca la cosa.
Su primer impulso fue lanzarse a por el bandido para, lisa y llanamente, sacudirle por la pechera hasta que le confesase el motivo de la aparición o, al menos, le devolviese el radio-casette que con tanta malicia le habían sustraído. Mas la razón le volvió tan rápidamente como se le había ido y dedujo, para sus adentros, la imposibilidad de que un agente del glorioso Cuerpo anduviese enredado en semejantes zorrerías. Y, aunque preocupado y mohíno, lo dejó estar por el momento.
Una vez recompuesto, el joven Expósito continuó la revista, algo menos marcial por desgracia, pues le era imposible evitar a cada momento volverse hacia el denominado Asdrúbal para comprobar si aún seguía en la formación o si se había evaporado a la brava y sin el permiso pertinente.
Al final, olvidándose del mal trago y muy contento con el resultado por la marcialidad de los actos hasta ese momento, entendió que su deber era acercarse hasta el ataúd y rendir honores al difunto cual héroe caído en un acto del deber. Así, sus hombres comprenderían la importancia y el sentido intrínseco de la parafernalia oficial en sus relaciones profesionales como camaradas de armas.
Al darse la vuelta para dirigirse hacia el difunto dio la espalda a los allí formados y, la casualidad o el destino, vaya usted a saber, pusieron en evidencia para sus hombres el plastón que se había quedado adherido a la parte posterior de sus pantalones.
La reacción de los allí formados fue muy distinta, dependiendo del grupo que se tratase. El sector de los veteranos, se pudo ver que, de inmediato y muy compinchados, se solidarizaron en su interior más íntimo con el cabo. Solo se vio algún ligero movimiento de cabeza comprensivo y se oyó un ligero –Ay ay ay- cómplice y solidario.
La reacción de los mozalbetes fue sin embargo algo más provocadora. Al principio se limitaron a darse codazos y a soltar pequeñas y mal disimuladas risotadas, para pasar a continuación a hacer soeces comentarios tales como “Cabo cagarros”, “Cabo zurullos” y similares, con los que la cosa fue pasando a mayores, pues alguno ya no se podía contener y, llorando como un camello en plena crisis existencial, se retorcía por los suelos amoratado por el esfuerzo de contención  y definitivamente muerto de la risa.
Afortunadamente, el cabo Expósito no se percató del todo de la situación y seguía con el guión preestablecido. El que sí se dio cuenta fue el agente Edelmiro que, el pobre, no sabía en donde meterse. Al final y como mal menor, optó por ponerse tras su superior e intentar tapar con el tricornio la feroz huella de la naturaleza digestiva animal.
Al darse cuenta Expósito del movimiento disimilado de su compañero, pensó lo gran y buen guardia civil que era el agente, pues en un acto emotivo se había descubierto ante el difunto en señal de duelo y profundo respeto. Así que él hizo lo propio quitándose el tricornio y elevando la mirada al cielo simulando rezar una oración. Porque él tonto no era y se estaba percatando que algún mal asunto se estaba tramando a sus espaldas. Así que disimulando, disimulando, lo que hacía era poner la antena para intentar enterarse de lo que se tejía sin su conocimiento.
El rechinar que se produjo al abrirse el portón de entrada le sacó de su ensimismamiento.
-El señor alcalde- Murmuró Edelmiro al oído del cabo.
El joven, haciéndose rápidamente cargo de la situación, se dirigió de inmediato hacia el alcalde y cuadrándose marcialmente ante él, se presentó tal y como indican las ordenanzas:
-A las órdenes de vuecencia. Se presenta el cabo Expósito, comandante al mando de la plaza-.
Por lo visto, el alcalde no sabía muy bien lo que tenía que hacer en éste tipo de situaciones, porque se limitaba a mirar al cabo con la boca abierta, como si mirase a una aparición y a secarse el sudor de la calva con un pañuelo de dibujitos infantiles. El ambiente se estaba poniendo algo tenso, pues Expósito, fiel cumplidor de las ordenanzas del cuerpo, había estudiado que siempre que se saluda a la autoridad competente, debía mantener impertérrito el saludo hasta que, mediante gesto o palabra, la persona en cuestión le permitiese recobrar la compostura.
A la de cinco minutos ya estaba rojo como un tomate y el brazo, adormecido, poco a poco se le iba deslizando hacia abajo, de tal forma que la mano ya no señalaba la frente, como a él le gustaba lucir con orgullo, sino que estaba a la altura de la oreja y seguía bajando inmisericorde a cada segundo que iba pasando.
Al final, el alcalde bajó de su nube y entendiendo que algo tenía que hacer o decir, le tendió la mano y comentó entrecortadamente:
-Indalecio Laporta. Para servirle a Dios y a usted en lo que guste.
De inmediato, el cabo bajó el brazo medio atascado y saludó muy formal a la visita.
        -Si le parece bien a vuecencia, primero le hacemos los honores al compañero muerto en acto de servicio y, a continuación, pasamos a las oficinas del cuartel para preparar las exequias procedentes y el traslado del finado hasta el lugar de su último reposo terrenal.
No opuso resistencia Indalecio a sus indicaciones, en parte porque no había acabado de entender bien qué diablos quería decir aquél caballero con lo de las exequias esas, ni de quién hablaba llamándole finado, pues por lo que él sabía, el muerto se llamaba Gutiérrez o algo parecido. Pero en fin, esperaba que una vez en el despacho y más calmados, todo se aclarase de la mejor forma posible.
A una señal del nuevo comandante, la señora del agente Crescencio (más tarde se enteraría que se llamaba Virtudes de la Croix) puso de nuevo el himno del cuerpo y ambos, el alcalde y el cabo Expósito, se dirigieron hasta en ataúd parándose ante él y, en posición de firmes,  inclinaron la cabeza en señal de respeto y honor para con el difunto.
Por desgracia, la posición que adoptaron ante el difunto puso en evidencia nuevamente la plasta ante los allí formados, generándose una vez más el barullo quedo y la guasa reprimida. Afortunadamente, todo aquello no llegó a mayores porque el cabo que ya había pillado un rebote monumental ante tamaño desatino y empezaba a estar muy alterado, se llevó rápidamente al alcalde hasta las oficinas, rumiando en su cabeza la escabechina que iba a montar entre aquéllos bastados una vez se hubiesen acabado los actos.
-Éstos no saben con quién se la están jugando. No tienen ni puta idea- pensaba nervioso mientras abría la puerta del despacho y, educadamente, cedía el paso con cortesía a su acompañante. Airadamente cerró la puerta tras de sí y después de indicarle al alcalde cuál era su sitio, se sentó en el sillón principal y empezó su discurso al instante.
-Si a vuecencia le parece bien y es de su agrado, propongo que mis hombres trasladen el ataúd sobre sus hombros hasta la iglesia en la que se celebrarán las exequias. Al final del acto litúrgico, deseo decir unas palabras desde el púlpito glosando las virtudes del Cuerpo y su resignación al perder a uno de sus hijos más queridos, para finalizar con unas palabras por su parte, si ésta es su intención.
El alcalde iba asintiendo con la cabeza a cada palabra del cabo, mientras con la mirada iba buscando el origen de aquél olor tan apestoso que estaba inundando la habitación. Se miró a los zapatos y nada, él no era. Miró con disimulo las botas del cabo y nada, él tampoco era. ¿Pero de dónde coño saldría entonces aquél olor tan repugnante?
Mientras tanto, Expósito seguía a lo suyo.
-Y para finalizar, me gustaría despedir a nuestro camarada con una salva de honor realizada por sus compañeros.
El alcalde ya no podía más del hedor y, sin mucho disimulo ni nada parecido, se acercó hasta la ventana para abrirla de par en par buscando con desesperación la entrada de un poco de brisa de aire puro. Pero con aquél movimiento desesperado, el bueno del alcalde equivocó por completo al cabo Expósito en sus apreciaciones. Como era lógico, él mismo también se había dado cuenta de la peste que reinaba en la sala, pero con su educación espartana de gallardo militar, hacía como que no y seguía tan campante con su discurso.
-Ahí está. Era él que se ha pedao- Pensó triunfal para sus adentros. Y con gran misericordia, elevó mentalmente una plegaria al cielo indicando en ella que si alguna vez, por motivo de llegar a una edad provecta con pocas defensas, le sucedía algo parecido, prefería a ser posible realizar el viaje final cuanto antes que andar por ahí tirándose a diestro y siniestro unos cuescos tan horrorosos y putrefactos sin la menor vergüenza y consideración hacia sus congéneres.
El alcalde que por fin había recuperado el resuello, pudo a duras penas contestar a su interlocutor.
-Mi querido y excelentísimo comandante, dos eventos altamente emblemáticos coinciden por desgracia con el óbito insperado-
El alcalde se había preparado durante toda la noche el discurso ayudado por el diccionario de su nieto y ahora estaba disfrutando de lo suyo mientras lo soltaba. Aunque de vez en cuando, aquél tufo… En fin, siguió como si nada.
-En primer lugar, hoy es el día grande de  las fiestas del pueblo y a la hora susodicha hay suelta de vacas bravas por las callejas. Y en segundo lugar, el cura del pueblo, don Venancio, se encuentra indispuesto en cama aquejado de fiebres tifoideas. Así que, o nos llevamos al difunto al pueblo de al lado para darle tierra, o tenemos que esperar a mañana, o a lo sumo a pasado, a ver si todo vuelve a la normalidad-.
Expósito se levantó indignado y con ello, un nuevo latigazo del tufo infame llegó hasta sus narices. De la impresión, el gallardo militar se volvió a sentar maldiciendo al guarro del alcalde para sus adentros y, recuperado,  bramó muy enojado:
 -De eso nada. Nos ha abandonado el alma de un servidor de la patria y hay que rendirle culto y honor en el día de hoy tal y como establecen los reglamentos oficiales. Faltaría más.-
El alcalde le miró largamente. Todavía andaba mareado de la última oleada de efluvio pestilente y se andaba barruntando si aquello no sería algún tipo de arma química que se habrían dejado abierta o algo similar. Porque la peste aquélla se iba y se venía en una sinrazón espectacular y eso era algo que no le acababa de entrar en la cabeza.
-Mire mi comandante, mire. Que en el pueblo son muy burros. Que se da la circunstancia de que aquí, la fiesta es solo una vez al año y las juventudes la esperan ansiosas. No es cuestión de liarla y más vale acercarnos hasta el pueblo de al lado que tampoco es para tanto. ¡Si él va a estar tan ricamente, hombre por dios. Si allí hay unas vistas mejores desde siempre!-
Aquello indignó de nuevo a Expósito que se volvió a levantar muy airado y que, por segunda vez, recibió el azote pestilente en sus narices. –A éste le arreo- pensó irritado. Pero siendo como era un hombre de ley, hizo como si nada, se volvió a sentar  y se encaró con el alcalde.
-Ni fiestas ni hostias en vinagre. Hoy es día de luto y nuestro compañero será honrado por todo lo alto.
Tantas andanadas pestilentes empezaron a marear al alcalde que se fue ladeando en su silla de madera. La cabeza se le iba y se le venía e incluso notaba que los ojos se le estaban juntando poco a poco. Porque o era eso, o un milagro prodigioso se estaba produciendo ya que el jodido cabo aquél se desdoblaba de vez en cuando para volver a juntarse de inmediato y sin ton ni son.
Viéndose enfermar por momentos, intentó levantarse para acercarse a la ventana a ver si con el aire fresco se le pasaba la desazón. Y para allá que se fue dando tumbos. El cabo que le vio de tamaña guisa, notó que algo raro le ocurría y, siendo como era un servidor de su pueblo, se levantó solícito para prestarle toda su ayuda en aquél momento tan crucial. Y claro, pasó lo que tenía que pasar.
Al levantarse, un nuevo latigazo de pestilencia le hizo dar un respingo brutal y, por así decirlo, le enajenó momentáneamente.
-¡!Para ya, hijo puta. Para ya.!!-
Bramó mientras se iba hacia él con los ojos fuera de las órbitas.
El alcalde que le vio venir, de la impresión recuperó por completo la consciencia y ante un ataque tan impetuoso, optó por saltar por la ventana aullando como una comadreja. Y todo se volvió a enredar. Justo cuando estaba en lo alto de la ventana, recibió la carga del cabo que, cual tigre, se había lanzado felonamente en pos de su presa y así, los dos abrazados, cayeron al vacío sin más contemplaciones.
Y la casualidad, de nuevo, les jugó una mala pasada.
La ventana estaba situada justo encima del catafalco provisional del cabo Gutiérrez, así que los agentes, que aún estaban formados esperando la aparición del cabo, le vieron aparecer, sí, pero de qué manera. Los dos contendientes aterrizaron sobre el ataúd y con el golpe éste se rompió, acabando los tres, Expósito, el alcalde y el difunto cabo Gutiérrez hechos un ovillo en mitad de la explanada.
Nadie se movió ni un pelo. Solo un ¡Ohhhhh! general salió de sus gargantas. Y poco más. Sí. Un ¡Ahívadios! entrecortado del agente Edelmiro que, sin dudarlo un momento, se arrodilló ahí mismo y con los brazos en cruz se encomendó al señor en previsión de males mayores.
El alcalde fue el primero en reaccionar. Al intentar incorporarse se apoyó en la cabeza del difunto que, quién sabe por qué extraña reacción refleja, le pegó un bocado de mucho preocupar en la mano. Expósito que ve lo que está sucediendo a dos palmos de su cara, se asusta y ya fuera de sí y desencajado, sacó la pistola reglamentaria y enajenado del todo, empezó a pegar tiros al aire gritando como un poseso -¡!Venís a por mí, espíritus del mal, lo sé!!- Y más tiros por todas partes. -¡!Apareceos si tenéis cojones!!- Para acabar una vez se le hubo acabado la munición. gimiendo de rodillas y con la cabeza entre las manos: -¡!Asdrúbaaaaal, niñitaaaa. Hijos de putaaaaa!!-
Nada más iniciarse el tiroteo, todos los guardias civiles salieron escopetados en busca del escondite más seguro, así que cuando se fue disipando la humareda, solo se veía en medio de la plaza a los tres personajes, cada uno por su lado y cada uno a lo suyo. El cabo Gutiérrez seguía muerto y como tal, asumía su papel a la perfección y no se le movía ni un solo músculo. El alcalde que por fin había podido sacar la mano de la boca del fiambre, se había tumbado boca arriba y, con los brazos y las piernas extendidas, se reía a grandes carcajadas, presa sin duda de un  ataque de nervios singular. Expósito, después de comprobar que ya no le quedaban balas, miraba con los ojos muy abiertos en todas direcciones como esperando la llegada de gente del más allá.
Poco a poco, los agentes fueron volviendo al lugar del drama y se fueron acercando con cautela hasta el centro de la plaza. La esposa del agente Crescencio, doña Virtudes, les había preparado unas tilas bien cargadas que les hicieron beber sin darles tiempo ni a respirar y, una vez se hubieron calmado, les llevaron mansamente de nuevo a las oficinas.
Con el cabo Expósito y el alcalde medio enajenados, consiguieron llegar al acuerdo de que el funeral se celebrase pasado el día mayor de las fiestas patronales y una vez todos contentos, dos agentes acompañaron al alcalde hasta su casa, mientras que otros dos subieron al cabo hasta su habitación, le acostaron, le arroparon y no abandonaron la habitación hasta que comprobaron que se había dormido.
El resto de los agentes metieron al cabo Gutiérrez en su ataúd , lo apuntalaron con grapas y, como si no hubiese pasado nada, volvieron a sus tareas habituales.
Total, mañana sería otro día. 

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Un crimen horroroso horroroso


José Luis Expósito García, cabo recién ascendido de la Guardia Civil, llevaba toda la noche conduciendo camino de su primer destino tras su ascenso, un pequeño pueblecito de la provincia de Burgos llamado Julastre del Camino.
A pesar de que el viaje era largo y tedioso, el cabo iba muy feliz ya que la soledad de la carretera y la oscuridad del paisaje le servían como aliados para echar la vista atrás y recordar pasajes de su vida ya olvidados y que, emocionados, volvían en tropel a su memoria.
Oriundo de Puchetas, un pueblo de la altiplanicie Salmantina, el joven Expósito había nacido ojitranco por un capricho del destino, hecho que sumió en una gran depresión a su padre, don Ezequiel, subteniente retirado de la Benemérita por la gracia de dios. Don Ezequiel aspiraba para su retoño un lugar entre los conductores de carros blindados del ejército español, trabajo que a su entender era el summun de la ambrosía (sic) y que para él era una espinita clavada en su corazón, ya que, en su momento, había sido rechazada su inscripción al puesto por corto de talla. El defecto del niño le sumió en un hondo pesar del que apenas se recuperó con el paso de los años.
Hijo y nieto de agentes del cuerpo, su rápida promoción había sido recibida en el seno de sus familiares como una bendición del Señor y, orgullosos con el retoño, habían ofrecido en agradecimiento tres misas seguidas en la ermita del Trono Eterno, bellísima capilla regentada en usufructo por los Padres Trinitarios y ubicada en los aledaños de su localidad.
        El hecho tuvo una gran transcendencia en toda la comarca ya que, para oficiar los actos, vino desde la China un tío abuelo suyo por parte de madre, el Padre Aniceto. Según las comadres del pueblo, dicho sacerdote había llegado a ser el confesor privado del mismísimo Mao a quien, en su lecho de muerte, atendió píamente a pesar de su tormentoso pasado y en un acto de amor pleno regó copiosamente con los óleos sacrosantos en busca de su salvación eterna. Así era el Padre Aniceto. Un bendito.
El cabo Expósito, que es como había decidido que se dirigiesen a él, recordaba con gran emoción los momentos vividos en su despedida. Hasta el  alcalde del pueblo, con una consideración que nadie se esperaba de él, había ordenado al alguacil disparar en el momento de su marcha los cohetes que habían sobrado de las últimas fiestas patronales, algo que le llegó muy adentro del corazón pues conocía de sobra la cicatería a ultranza del munícipe. Como que un año, para ahorrarse los cohetes, él mismo ayudado por el alguacil se pasó todas las fiestas gritando por la megafonía “Chisssssssssssssssss, pum” a cada rato, siendo por tal motivo el hazmerreír de los mozos de la comarca y que, desde entonces, le apodaran el “Cohetes” a pesar de sus quejas y amenazas.
Había salido a las doce de la noche para evitar el calor de aquéllos días de Agosto. Le gustaba conducir en esas condiciones y, además, el frescor le ayudaba a pensar y concentrarse en lo que iba a ser su destino.
Repasó mentalmente cómo había sucedido todo.
Por lo que había podido enterarse mediante los informes oficiales, el haber sido destinado a Julastre del Camino era debido al anterior comandante del cuartelillo, el cabo Gutiérrez.
Al parecer, el cabo Gutiérrez era un buen hombre, sin duda, pero cazurro como él solo. Hace aproximadamente dos semanas, un sábado le parece recordar que venía en el informe, en el cuartelillo de Julastre se había recibido una orden de la comandancia por la que debían de montar un dispositivo en las inmediaciones del pueblo. Según los datos de sus informantes, unos peligrosos traficantes de droga, la familia de los Bochinches,  estaban trasladando un cargamento de hachís con destino desconocido pero, por lo averiguado, muy cercano. Las averiguaciones pertinentes confirmaban que solo circulaban de noche, en un camión rojo y aprovechando las carreteras secundarias para no ser detectados por la autoridad.
Las órdenes recibidas eran claras y concretas. La dotación de Julastre debería montar un operativo de control en el atajo denominado “camino del cura” y detener e identificar a todo posible malhechor que intentase utilizar tal conducto para cometer impunemente sus fechorías.
Esa misma mañana el cabo Gutiérrez reunió a sus agentes y les explicó la misión en profundidad. Él mismo en persona se pondría al frente del operativo dada su importancia y coordinaría in situ los movimientos y disposición de los efectivos. Según un plano que desplegó sobre la mesa de su despacho, en las coordenadas C-5 se podía apreciar un zarzal descomunal que les serviría de refugio y ocultamiento durante el tiempo de espera y acecho pertinaz.
Dicho esto, ordenó una revisión inmediata del armamento, el recuento de munición tanto de armas cortas como de armas de gran calibre y el repaso y adecentamiento de los capotes de campaña, vestimenta ésta imprescindible para la espera en noches a la intemperie más rigurosa.
Una vez realizadas las tareas, el cabo mandó formar a sus hombre y, uno a uno les fue saludando, primero marcialmente, posteriormente con un emotivo abrazo para, después de cantar el himno del cuerpo, romper filas y dirigirse al almuerzo reparador y a una siestecilla reconfortante en previsión de las horas de vigilia que les esperaban.
A las diez en punto de la noche el pelotón estaba perfectamente formado y armado hasta los dientes para cumplir su misión. El cabo Gutiérrez, para mejorar el camuflaje de sus hombres, les había ordenado pintar sus caras con trozos de carbón de la cocina, al modo y manera de los marines americanos y que tanto habían aplaudido por su efectividad y belleza en las películas que periódicamente proyectaban en la cantina. Él mismo se había pintarrajeado largamente y parecía que, más que otra cosa, estaba intentando disfrazarse de negro del Congo en una representación infantil que cubrirse con un camuflaje de alta eficiencia. Pero es que así era el cabo en cuestión. Puro derroche de facultades.
Fuese como fuese, el comando salió en formación de a dos en pos de su suerte.
Sobre las doce de la noche la expedición llegó a su destino y el cabo Gutiérrez dispuso a sus fuerzas en los puntos estratégicos previamente seleccionados. Debido a que desconocía el tiempo previsto de espera, advirtió a sus hombres que tenían diez minutos para hacer sus necesidades, ya que a partir del momento en que se dispusiesen para la tarea, nadie sin excepción podría moverse ni un milímetro de sus posiciones.
Llevaban al menos media hora cuando unas luces delatoras aparecieron por el horizonte. El vehículo se desplazaba con mucho disimulo y a una velocidad muy prudente, como temiendo ser descubierto. Aguzando la vista, el cabo creyó apreciar que era un camión rojo, tal y como esperaban y así se lo hizo saber a sus hombres mediante estudiados gestos de la cabeza.
-Son ellos- Murmuró embelesado. Y con amplios gestos de la mano, ordenó a sus hombres agacharse al máximo para evitar ser descubiertos por los malhechores antes de que pudiesen caer sobre ellos y rendirles en una brillante y espectacular operación.
El ronroneo del camión era cada vez más perceptible aumentando la tensión entre los agentes a cada minuto que pasaba. De repente, su silueta se hizo visible al final de la recta y los hombres, instintivamente, se abrazaron a sus armas y quien más quien menos se santiguó y elevó una oración por el final feliz y fructífero de la aventura.
Y aquí es donde, según los testimonios de los agentes, el cabo Gutiérrez se precipitó y originó el drama que nadie se esperaba.
Por lo que se dedujo, el  cabo estaba convencido de que no debían ser descubiertos hasta el último momento por el bien de la misión. Así que, sin encomendarse a dios ni al diablo, se dirigió a sus subordinados con éstas palabras que por cierto, fueron prácticamente las últimas de su apacible existencia:
-Yo me encargo.
Y no dijo más.
El camión se iba acercando cada vez más rápidamente y el cabo permanecía agazapado en su escondite. Ya estaba a cien metros. Ya a cincuenta. Ya a treinta metros.
Cuando el camión estaba a dos metros escasos, el cabo pegó un brinco y se colocó justo delante suyo impidiéndole el paso, con una mano alzada y ordenando su detención inmediata al grito de:
-¡!Alto a la Guardia Civil!!.
 Y así lo sacaron, tal cual, de debajo del camión.
Como era lógico, al conductor le fue imposible parar en una distancia tan corta y, sin tener la mínima culpa el desgraciado, se llevó por delante al cabo, a la manita autoritaria y a la madre que lo parió.
El caso es que encima no había caso. El camión, de rojo, nada de nada. Era de un verde lechuga que tiraba para atrás. Y de hachís, pues que ni un gramo. Transportaba un cargamento de castañas para las fiestas patronales de un pueblo cercano y, si había cogido ése atajo, era porque siendo el conductor un vecino de la zona de toda la vida, sabía el ahorro de tiempo que le suponía tomarlo.
Como pudieron, colocaron al cabo entre las castañas y se lo llevaron al cuartelillo para elevar, por los canales reglamentarios, el informe oportuno a la superioridad y esperar pacientemente las órdenes pertinentes.
Y así es como, sin comerlo ni beberlo, el finado cabo Gutiérrez fue el responsable involuntario de su destino.
Y así es también como, antes de llegar, ya tenía encomendada su primera misión como comandante del cuartelillo: Oficiar y honrar al difunto según la marcialidad emanada de los reglamentos del cuerpo.
Tan abstraído iba el buen mozo, tan absorto que casi no se percata de una figura que, de repente, había aparecido delante de su coche. Solo su pericia y su instinto de supervivencia evitaron la tragedia.
Pálido como la leche y con el corazón latiendo a cien por hora, Expósito se recuperó como pudo del lance y salió del coche rápidamente para comprobar qué diablos se había cruzado en su camino. Ante él, una muchacha rubia, apenas cubierta con un camisón blanco le miraba ensimismada y atónita, sin decir ni una palabra y con los ojos abiertos como platos.
El cabo se acercó hasta ella con la intención de saber de su proceder y el motivo por el que se encontraba con aquélla vestimenta en mitad de la carretera y más sola que la una. Pero nada que hacer. La chiquilla no decía palabra alguna ante el interrogatorio.
Expósito entendió que el motivo sería debido con toda posibilidad a algún trauma pasajero por el incidente, así que, con todo mimo, condujo a la muchacha hasta el coche y la acomodó galantemente con la intención de dejarla en el primer pueblo que se encontrase, en donde, con toda seguridad sería conocida por las autoridades locales.
Poco a poco, nuestro amigo fue recuperando la compostura y a sentirse a gusto y dominando la situación. Por el rabillo del ojo echaba furtivas ojeadas a la moza admirando su belleza y juventud. Al mismo tiempo y quizás algo crecido por la apatía de la muchacha, cambiaba a menudo las marchas del coche con la sana intención de rozar inocentemente sus muslos por si, a lo tonto a lo tonto, la cosa iba a mayores.
Pero algo le cortó el aliento y le llamó poderosamente la atención. La majara aquélla estaba más fría que un témpano y sus muslos eran más duros que el pedernal. Allí había algo raro pero no acababa de entender qué diablos podía ser. Mas pronto se enteró.
De repente, la muchacha extendió su brazo señalando la carretera y con una voz como salida de ultratumba dijo:
-En esa curva me maté hace dos años.
En una milésima de segundo el cielo se abrió ante los ojos de Expósito y un temblor sobrecogedor le recorrió de arriba abajo por toda su anatomía. De una forma imprudente y temeraria frenó bruscamente el coche y lo apartó violentamente a un lado de la carretera.
-¡!Ay madre, ay madre!!- empezó a aullar desesperado mientras se tiraba de cabeza por la ventanilla fuera del coche.  
-¡!La niña de la curva, la jodida niña de la curva me tenía que tocar a mí ésta noche!!- pensaba para sus adentros con rencor mientras se escondía desesperadamente cubriéndose con las hojas secas del paraje.
Una vez que lo hubo conseguido y ya más relajado, se atrevió a asomarse poco a poco entre el follaje para saber si aquél espíritu siniestro se había cansado ya de tanta sinrazón y se había ido de una vez al cielo, al infierno o a donde quiera que le hubiera tocado en la rifa final.
Pero no. La jodida niña no se había movido de su sitio. Solo se había limitado a salir del coche y a plantarse delante de él muy expectante.
De repente, la muchacha sufrió un estertor colosal y empezó a gritar:
-¡!Asdrúbal. Asdrúbal!!- mientras, como los indios, se ponía una mano sobre los ojos para distinguir mejor el paisaje.
-Ésta si que es gorda- Pensó Expósito. –Ahora le llama a un tal Asdrúbal- Y, sin querer, se puso a llorar como un bendito pensando lo que se le venía encima.
Y es que la situación estaba llegando a un límite muy peligroso. Mal estaba, a su entender, tener que bregar con una fantasma inconformista, muy mal. Pero tener que andar en dimes y diretes con dos a la vez le parecía fuera de sentido. Y peor sin duda cuando desconocía la procedencia del Asdrúbal aquél y si su compostura iba a ser meramente testimonial o si, por el contrario, fuese un ectoplasma cargado de maldad criminal y asesina.
Al cabo de un rato cesó el soniquete de la criatura y Expósito se atrevió a asomarse nuevamente para comprobar el estado de la situación. Algún pequeño ruidito debió de hacer, algo imperceptible según su criterio, pero que hizo que la muchacha se volviese hacia él y susurrase:
-¿Asdrúbal?.
Poco a poco, la aparición se fue acercando al lugar en que se escondía nuestro amigo y, poco a poco, éste se iba haciendo cada vez más pequeño apretándose contra el suelo entre mal disimulados sollozos trémulos y desesperados.
La chiquilla estaba cada vez más cerca y sus pies desnudos ye estaban pisando la hojarasca en donde se escondía el cabo. En su locura, el espectro seguía preguntando por Asdrúbal a voces lastimeras y cada vez que lo hacía, a nuestro amigo se le clavaban sus palabras como puñales en los oídos.
Hasta que ya no pudo más. Hasta que ya no aguantó.
-¡!Hija de mil putaaaaas!!- Rugió Expósito mientras, pegando una cabriola enorme, emprendía una fuga desesperada campo a través.
-¡!Que estás muerta, cabrona!!- Bramaba mientras se perdía entre la espesura.
-¡!Y el Asdrúbal también, cojones!!- Se le oía bramar todavía bien a lo lejos.
Al final, agotado por el esfuerzo, acabó rodando por un camino de cabras y rebozado hasta los calzoncillos en sus cagarrutas. Desesperado, se intentó levantar rápidamente, pero sus fuerzas se negaron a obedecerle. Los nervios y el esfuerzo había hecho mella en él y en aquél momento era incapaz de dar ni un paso más.
Poco a poco fue recuperando la respiración y la compostura. Aún notaba cómo los latidos del corazón le golpeaban violentamente en las sienes, martirizándole, pero su pulso se iba regularizando y la respiración, a su vez, se iba haciendo más lenta y pausada.
Más calmado, intentó comprobar si el lance había tenido consecuencias funestas en su organismo palpándose azorado cada milímetro de su anatomía. Afortunadamente, exceptuando una pequeña brecha en la ceja izquierda y un siete en el pantalón, todo estaba en orden y no había habido daños mayores ni menores. Algo era algo.
Como pudo se fue incorporando y repasando mentalmente todo lo acontecido. Le parecía imposible de creer, pero la chica de la curva existía de verdad y, encima, tenía un socio que se llamaba Asdrúbal, hecho hasta ahora insólito y desconocido, pero que por lo visto hasta el momento, también debía de andar por ahí dando sustos al personal como si tal cosa.
En fin, fuese como fuese, él tenía que tomar una decisión y por mucho que le asustase, bien sabía cual era. Haciendo de tripas corazón, se incorporó lentamente y después de gritar mentalmente –¡!Todo por la Patria!!- desanduvo pesadamente todo el camino recorrido en su fuga desesperada.
Al llegar a la altura en donde se habían desarrollado todos los acontecimientos, se acercó reptando hasta el borde de la carretera desde donde había comprobado que tendría una perspectiva completa del lugar de los hechos.
Horrorizado, pudo verificar que allí ya no había nadie. A pesar de ello, se mantuvo quieto y callado durante un buen rato, no fuese a ser aquello una trampa de fantasmas tendente a confiarle y hacerle salir de su escondrijo para atraparle y darle martirio sin par.
Al cabo de media hora, empezó a pensar que igual sí que era verdad que se habían esfumado y le habían dejado en paz. Aún así y siendo como era un hombre entrenado rudamente para la defensa de la patria, tomó las precauciones necesarias para no caer en celada alguna.
Con una agilidad felina, solo al alcance de personal altamente entrenado, se arrastró hasta el arcén de la carretera haciendo acopio de una buena cantidad de guijarros de punta fina, muy aptos para sus planes.
Reptando nuevamente, se volvió a su escondrijo y de una forma sistemática y metódica, empezó a lanzar las piedras sin parar por todos los alrededores del coche. No se oyó nada de nada. Ni un lamento. Ni un quejido. Nada.
A pesar de los signos inequívocos de ausencias corporales, Expósito, buen conocedor de las tácticas guerrilleras, esperó otra media hora para confirmar sus sospechas. Y nada. Nadie se hizo presente, ni corpóreo ni etéreo. Nadie de nadie.
Con cautela y a la chita callando se incorporó por fin y, muy despacio, se fue acercando hasta el coche para ver los posibles desperfectos por maniobras arteras. Y se llevó una gran sorpresa.
-¡!El casette. Si me ha robado el casette!!- gritó muy alterado.
Aquello iba mucho más allá de lo que se podía esperar. Mal estaba, por así decirlo que una fantasma te pegase un susto de muerte con sus cosas. Muy mal. Pero coño que aprovechase el revuelo y le birlase a uno el radio-casette le parecía un acto inconcebible y fuera de toda lógica.
A pesar de todo y movido por el espíritu investigador que poseen todos los componentes del Cuerpo, rodeó al coche muy despacio, midiendo mentalmente las distancias entre ejes, las distancias perimetrales y la altura de los bajos del vehículo para eliminar los posibles subterfugios de los que se podrían haber ayudado los espantajos en su delito. Pero todo estaba en su sitio. No había signos de manipulación criminal por ningún lado.
Expósito, convencido definitivamente de que el peligro había desaparecido, se subió nuevamente al coche, lo arrancó y partió raudo hacia su primer destino, rumbo a Julastre.