lunes, 6 de diciembre de 2010


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        El cabo Expósito paró su vehículo en un alto a las afueras del pueblo. Respiró profundamente dejando que el aire puro de la mañana inundase sus pulmones y admiró el paisaje iluminado por la suave luz del amanecer y que, por cosas del destino, en muy poco tiempo se iba a convertir en sus  dominios. Desde allí podía divisar perfectamente el cuartelillo situado en el centro del pueblo. Como se imaginaba, era la clásica estructura cuadrada con un patio central tal y como pudo comprobar desde su atalaya. Y de sobra sabía lo que allí, en su interior, le estaba esperando. Su tropa.
        Por experiencia propia, sabía que en ese tipo de pueblos pequeños había siempre una dotación ínfima, compuesta fundamentalmente por dos tipos de agentes muy determinados: Por una parte, se encontraba el grupo de los guardias civiles viejunos y cazurros como ellos solos y que habían llegado a la edad cercana a la jubilación sin haber podido ascender por ninguno de los métodos habituales, es decir, méritos propios, oposición, actos de valor o enchufe vulgar y corriente.
        Como regla general eran vagos, borrachines y harto descuidados en el vestir y aseo personal. Tenían sin embargo la gran ventaja de que, por lo habitual no daban guerra, ya que continuamente trataban de pasar desapercibidos escaqueándose de todos los servicios posibles. Los mandos que tenían a sus órdenes a éste tipo de personajes, sabían que lo mejor era hacer como si fueran invisibles y esperar a que la jubilación, la cirrosis o alguna otra enfermedad bendita les alejasen definitivamente de sus dominios.
        Y luego estaba el segundo grupo, el de los novatos. Normalmente lo formaban jovenzuelos sin formación alguna y que habían entrado al Cuerpo buscando una manera fácil y cómoda de disponer de unos dineros. Por lo general, parte del primer sueldo se lo mandaban a la familia y a partir del segundo, si te he visto no me acuerdo. Llegado el cuarto mes se compraban un coche usado pero ruidoso y se dedicaban en su tiempo libre a alardear por los pueblos vecinos en busca de mozas asequibles y casquivanas.
        Éste grupo era menos de fiar para sus mandos. Sus ademanes chulescos y sus maneras de cow-boy de pacotilla eran fuente de continuos conflictos, tanto en el interior del cuartel con sus propios compañeros, como en el exterior, con los vecinos de la localidad. Su única ventaja es que eran tan estúpidos y con tantas ganas de destacar que los veteranos les engatusaban enseguida y les endilgaban la mayoría de las guardias, controles y servicios especiales del cuartel.
        -En fin-, pensó Expósito. -Ya hemos llegado a nuestro destino-
Y, previsor, abrió el maletero del coche para sacar el traje de faena pues con lógica, pensó que no sería apropiado presentarse de paisano ante sus hombres, no fuese a ser que se llevasen una impresión equivocada de su profundo amor al Cuerpo.
        La casualidad quiso que, al dejar la ropa oficial en el camino para cambiarse, lo hizo con tal mala fortuna que puso el pantalón sobre un cagarrón reciente de vaca que le había pasado desapercibido. Fuese como fuese, el buen hombre se vistió apresuradamente pues le daba vergüenza que algún pueblerino le viese desnudo en aquél paraje malinterpretando aviesamente la situación, así que se montó rápidamente en el coche para de paso, resguardarse del rocío calahuesos de la madrugada.
        A los cien metros, ya notó que algo raro pasaba porque olía mal a rabiar. Se miró instintivamente las botas reglamentarias, pero comprobó que estaban limpias e impolutas, listas para una revisión en toda regla. El suelo también aparecía limpio de todo resto inmundo y, mosqueado,  ya estaba a punto de parar el coche para revisar el habitáculo cuando cayó en la cuenta: -¡!Era la purina!!- se dijo para sí sonriendo.
        Y revivió con nostalgia aquéllos días de primavera en su Puchetas querido en los que los campesinos abonaban la tierra con la purina, mezcla pútrida de heces de animales, anegando la zona con su olor pestilente. Cómo le gustaba ahora aquél olor. Qué recuerdos tan maravillosos los de su infancia.
        Y así, más tranquilo y ensimismado, puso rumbo definitivo al cuartel.
        Nada más llegar, comprobó con orgullo que sus hombres le estaban esperando expectantes. Y no era para menos.
        Al cruzar el umbral de la puerta, lo primero que vio fue el ataúd del cabo Gutiérrez en el medio del patio rodeado de cuatro hachones encendidos. Sobre él, junto a un ramo de lilas medio secas, habían depositado la bandera de la patria y el tricornio que llevaba el buen hombre el día de autos, día funesto e inolvidable entre sus compañeros de armas.
        Sus hombres estaban en perfecta formación a la cabecera del muerto. Alguien, posiblemente una de las mujeres de un guardia civil, puso por la megafonía de ambiente el himno del cuerpo y él, muy marcial, inició la ceremonia oficial de pasar revista a la dotación. A su lado, el agente de mayor edad y que dijo llamarse Edelmiro Retuerto, le fue presentando uno a uno a sus huestes. Con cada uno, Expósito se cuadraba, le saludaba marcialmente y, al final, le daba la mano como signo de cordialidad.
        Según anotó mentalmente, disponía de siete efectivos; cuatro veteranos y tres novatos. A la par que se los iban presentando, Expósito iba reteniendo los nombres en su cabeza pues era muy meticuloso y le gustaba impresionar a la gente cuando, desde un principio, se dirigía a sus interlocutores directamente por sus propios nombres, ganándose con ello de inmediato su simpatía y su admiración personal.
        Habían pasado ya a tres números, Crescencio Palomares, Dionisio García y Eustaquio Bocanegra, cuando el agente Edelmiro le presentó al número cuatro. Que también es casualidad, coño.
        - Asdrúbal de la Curva- Dijo el buen hombre llamarse, cuadrándose marcialmente y taconeando al suelo con una violencia inusitada.
Y el cabo Expósito, en aquél mismo momento, soltó un –Ahhhhhh- entrecortado seguido de un -¡!Uhhhhh!!- más estremecedor, mientras se agarraba con fuerza al brazo de su ayudante. Porque, de la impresión, al pobre hombre la tensión se le bajó a los calcetines, los ojos se le pusieron en blanco y le entraron unos tics nerviosos en la cabeza que si no se le llegó a desenroscar, fue porque no lo quiso el Señor. Pero anduvo cerca la cosa.
Su primer impulso fue lanzarse a por el bandido para, lisa y llanamente, sacudirle por la pechera hasta que le confesase el motivo de la aparición o, al menos, le devolviese el radio-casette que con tanta malicia le habían sustraído. Mas la razón le volvió tan rápidamente como se le había ido y dedujo, para sus adentros, la imposibilidad de que un agente del glorioso Cuerpo anduviese enredado en semejantes zorrerías. Y, aunque preocupado y mohíno, lo dejó estar por el momento.
Una vez recompuesto, el joven Expósito continuó la revista, algo menos marcial por desgracia, pues le era imposible evitar a cada momento volverse hacia el denominado Asdrúbal para comprobar si aún seguía en la formación o si se había evaporado a la brava y sin el permiso pertinente.
Al final, olvidándose del mal trago y muy contento con el resultado por la marcialidad de los actos hasta ese momento, entendió que su deber era acercarse hasta el ataúd y rendir honores al difunto cual héroe caído en un acto del deber. Así, sus hombres comprenderían la importancia y el sentido intrínseco de la parafernalia oficial en sus relaciones profesionales como camaradas de armas.
Al darse la vuelta para dirigirse hacia el difunto dio la espalda a los allí formados y, la casualidad o el destino, vaya usted a saber, pusieron en evidencia para sus hombres el plastón que se había quedado adherido a la parte posterior de sus pantalones.
La reacción de los allí formados fue muy distinta, dependiendo del grupo que se tratase. El sector de los veteranos, se pudo ver que, de inmediato y muy compinchados, se solidarizaron en su interior más íntimo con el cabo. Solo se vio algún ligero movimiento de cabeza comprensivo y se oyó un ligero –Ay ay ay- cómplice y solidario.
La reacción de los mozalbetes fue sin embargo algo más provocadora. Al principio se limitaron a darse codazos y a soltar pequeñas y mal disimuladas risotadas, para pasar a continuación a hacer soeces comentarios tales como “Cabo cagarros”, “Cabo zurullos” y similares, con los que la cosa fue pasando a mayores, pues alguno ya no se podía contener y, llorando como un camello en plena crisis existencial, se retorcía por los suelos amoratado por el esfuerzo de contención  y definitivamente muerto de la risa.
Afortunadamente, el cabo Expósito no se percató del todo de la situación y seguía con el guión preestablecido. El que sí se dio cuenta fue el agente Edelmiro que, el pobre, no sabía en donde meterse. Al final y como mal menor, optó por ponerse tras su superior e intentar tapar con el tricornio la feroz huella de la naturaleza digestiva animal.
Al darse cuenta Expósito del movimiento disimilado de su compañero, pensó lo gran y buen guardia civil que era el agente, pues en un acto emotivo se había descubierto ante el difunto en señal de duelo y profundo respeto. Así que él hizo lo propio quitándose el tricornio y elevando la mirada al cielo simulando rezar una oración. Porque él tonto no era y se estaba percatando que algún mal asunto se estaba tramando a sus espaldas. Así que disimulando, disimulando, lo que hacía era poner la antena para intentar enterarse de lo que se tejía sin su conocimiento.
El rechinar que se produjo al abrirse el portón de entrada le sacó de su ensimismamiento.
-El señor alcalde- Murmuró Edelmiro al oído del cabo.
El joven, haciéndose rápidamente cargo de la situación, se dirigió de inmediato hacia el alcalde y cuadrándose marcialmente ante él, se presentó tal y como indican las ordenanzas:
-A las órdenes de vuecencia. Se presenta el cabo Expósito, comandante al mando de la plaza-.
Por lo visto, el alcalde no sabía muy bien lo que tenía que hacer en éste tipo de situaciones, porque se limitaba a mirar al cabo con la boca abierta, como si mirase a una aparición y a secarse el sudor de la calva con un pañuelo de dibujitos infantiles. El ambiente se estaba poniendo algo tenso, pues Expósito, fiel cumplidor de las ordenanzas del cuerpo, había estudiado que siempre que se saluda a la autoridad competente, debía mantener impertérrito el saludo hasta que, mediante gesto o palabra, la persona en cuestión le permitiese recobrar la compostura.
A la de cinco minutos ya estaba rojo como un tomate y el brazo, adormecido, poco a poco se le iba deslizando hacia abajo, de tal forma que la mano ya no señalaba la frente, como a él le gustaba lucir con orgullo, sino que estaba a la altura de la oreja y seguía bajando inmisericorde a cada segundo que iba pasando.
Al final, el alcalde bajó de su nube y entendiendo que algo tenía que hacer o decir, le tendió la mano y comentó entrecortadamente:
-Indalecio Laporta. Para servirle a Dios y a usted en lo que guste.
De inmediato, el cabo bajó el brazo medio atascado y saludó muy formal a la visita.
        -Si le parece bien a vuecencia, primero le hacemos los honores al compañero muerto en acto de servicio y, a continuación, pasamos a las oficinas del cuartel para preparar las exequias procedentes y el traslado del finado hasta el lugar de su último reposo terrenal.
No opuso resistencia Indalecio a sus indicaciones, en parte porque no había acabado de entender bien qué diablos quería decir aquél caballero con lo de las exequias esas, ni de quién hablaba llamándole finado, pues por lo que él sabía, el muerto se llamaba Gutiérrez o algo parecido. Pero en fin, esperaba que una vez en el despacho y más calmados, todo se aclarase de la mejor forma posible.
A una señal del nuevo comandante, la señora del agente Crescencio (más tarde se enteraría que se llamaba Virtudes de la Croix) puso de nuevo el himno del cuerpo y ambos, el alcalde y el cabo Expósito, se dirigieron hasta en ataúd parándose ante él y, en posición de firmes,  inclinaron la cabeza en señal de respeto y honor para con el difunto.
Por desgracia, la posición que adoptaron ante el difunto puso en evidencia nuevamente la plasta ante los allí formados, generándose una vez más el barullo quedo y la guasa reprimida. Afortunadamente, todo aquello no llegó a mayores porque el cabo que ya había pillado un rebote monumental ante tamaño desatino y empezaba a estar muy alterado, se llevó rápidamente al alcalde hasta las oficinas, rumiando en su cabeza la escabechina que iba a montar entre aquéllos bastados una vez se hubiesen acabado los actos.
-Éstos no saben con quién se la están jugando. No tienen ni puta idea- pensaba nervioso mientras abría la puerta del despacho y, educadamente, cedía el paso con cortesía a su acompañante. Airadamente cerró la puerta tras de sí y después de indicarle al alcalde cuál era su sitio, se sentó en el sillón principal y empezó su discurso al instante.
-Si a vuecencia le parece bien y es de su agrado, propongo que mis hombres trasladen el ataúd sobre sus hombros hasta la iglesia en la que se celebrarán las exequias. Al final del acto litúrgico, deseo decir unas palabras desde el púlpito glosando las virtudes del Cuerpo y su resignación al perder a uno de sus hijos más queridos, para finalizar con unas palabras por su parte, si ésta es su intención.
El alcalde iba asintiendo con la cabeza a cada palabra del cabo, mientras con la mirada iba buscando el origen de aquél olor tan apestoso que estaba inundando la habitación. Se miró a los zapatos y nada, él no era. Miró con disimulo las botas del cabo y nada, él tampoco era. ¿Pero de dónde coño saldría entonces aquél olor tan repugnante?
Mientras tanto, Expósito seguía a lo suyo.
-Y para finalizar, me gustaría despedir a nuestro camarada con una salva de honor realizada por sus compañeros.
El alcalde ya no podía más del hedor y, sin mucho disimulo ni nada parecido, se acercó hasta la ventana para abrirla de par en par buscando con desesperación la entrada de un poco de brisa de aire puro. Pero con aquél movimiento desesperado, el bueno del alcalde equivocó por completo al cabo Expósito en sus apreciaciones. Como era lógico, él mismo también se había dado cuenta de la peste que reinaba en la sala, pero con su educación espartana de gallardo militar, hacía como que no y seguía tan campante con su discurso.
-Ahí está. Era él que se ha pedao- Pensó triunfal para sus adentros. Y con gran misericordia, elevó mentalmente una plegaria al cielo indicando en ella que si alguna vez, por motivo de llegar a una edad provecta con pocas defensas, le sucedía algo parecido, prefería a ser posible realizar el viaje final cuanto antes que andar por ahí tirándose a diestro y siniestro unos cuescos tan horrorosos y putrefactos sin la menor vergüenza y consideración hacia sus congéneres.
El alcalde que por fin había recuperado el resuello, pudo a duras penas contestar a su interlocutor.
-Mi querido y excelentísimo comandante, dos eventos altamente emblemáticos coinciden por desgracia con el óbito insperado-
El alcalde se había preparado durante toda la noche el discurso ayudado por el diccionario de su nieto y ahora estaba disfrutando de lo suyo mientras lo soltaba. Aunque de vez en cuando, aquél tufo… En fin, siguió como si nada.
-En primer lugar, hoy es el día grande de  las fiestas del pueblo y a la hora susodicha hay suelta de vacas bravas por las callejas. Y en segundo lugar, el cura del pueblo, don Venancio, se encuentra indispuesto en cama aquejado de fiebres tifoideas. Así que, o nos llevamos al difunto al pueblo de al lado para darle tierra, o tenemos que esperar a mañana, o a lo sumo a pasado, a ver si todo vuelve a la normalidad-.
Expósito se levantó indignado y con ello, un nuevo latigazo del tufo infame llegó hasta sus narices. De la impresión, el gallardo militar se volvió a sentar maldiciendo al guarro del alcalde para sus adentros y, recuperado,  bramó muy enojado:
 -De eso nada. Nos ha abandonado el alma de un servidor de la patria y hay que rendirle culto y honor en el día de hoy tal y como establecen los reglamentos oficiales. Faltaría más.-
El alcalde le miró largamente. Todavía andaba mareado de la última oleada de efluvio pestilente y se andaba barruntando si aquello no sería algún tipo de arma química que se habrían dejado abierta o algo similar. Porque la peste aquélla se iba y se venía en una sinrazón espectacular y eso era algo que no le acababa de entrar en la cabeza.
-Mire mi comandante, mire. Que en el pueblo son muy burros. Que se da la circunstancia de que aquí, la fiesta es solo una vez al año y las juventudes la esperan ansiosas. No es cuestión de liarla y más vale acercarnos hasta el pueblo de al lado que tampoco es para tanto. ¡Si él va a estar tan ricamente, hombre por dios. Si allí hay unas vistas mejores desde siempre!-
Aquello indignó de nuevo a Expósito que se volvió a levantar muy airado y que, por segunda vez, recibió el azote pestilente en sus narices. –A éste le arreo- pensó irritado. Pero siendo como era un hombre de ley, hizo como si nada, se volvió a sentar  y se encaró con el alcalde.
-Ni fiestas ni hostias en vinagre. Hoy es día de luto y nuestro compañero será honrado por todo lo alto.
Tantas andanadas pestilentes empezaron a marear al alcalde que se fue ladeando en su silla de madera. La cabeza se le iba y se le venía e incluso notaba que los ojos se le estaban juntando poco a poco. Porque o era eso, o un milagro prodigioso se estaba produciendo ya que el jodido cabo aquél se desdoblaba de vez en cuando para volver a juntarse de inmediato y sin ton ni son.
Viéndose enfermar por momentos, intentó levantarse para acercarse a la ventana a ver si con el aire fresco se le pasaba la desazón. Y para allá que se fue dando tumbos. El cabo que le vio de tamaña guisa, notó que algo raro le ocurría y, siendo como era un servidor de su pueblo, se levantó solícito para prestarle toda su ayuda en aquél momento tan crucial. Y claro, pasó lo que tenía que pasar.
Al levantarse, un nuevo latigazo de pestilencia le hizo dar un respingo brutal y, por así decirlo, le enajenó momentáneamente.
-¡!Para ya, hijo puta. Para ya.!!-
Bramó mientras se iba hacia él con los ojos fuera de las órbitas.
El alcalde que le vio venir, de la impresión recuperó por completo la consciencia y ante un ataque tan impetuoso, optó por saltar por la ventana aullando como una comadreja. Y todo se volvió a enredar. Justo cuando estaba en lo alto de la ventana, recibió la carga del cabo que, cual tigre, se había lanzado felonamente en pos de su presa y así, los dos abrazados, cayeron al vacío sin más contemplaciones.
Y la casualidad, de nuevo, les jugó una mala pasada.
La ventana estaba situada justo encima del catafalco provisional del cabo Gutiérrez, así que los agentes, que aún estaban formados esperando la aparición del cabo, le vieron aparecer, sí, pero de qué manera. Los dos contendientes aterrizaron sobre el ataúd y con el golpe éste se rompió, acabando los tres, Expósito, el alcalde y el difunto cabo Gutiérrez hechos un ovillo en mitad de la explanada.
Nadie se movió ni un pelo. Solo un ¡Ohhhhh! general salió de sus gargantas. Y poco más. Sí. Un ¡Ahívadios! entrecortado del agente Edelmiro que, sin dudarlo un momento, se arrodilló ahí mismo y con los brazos en cruz se encomendó al señor en previsión de males mayores.
El alcalde fue el primero en reaccionar. Al intentar incorporarse se apoyó en la cabeza del difunto que, quién sabe por qué extraña reacción refleja, le pegó un bocado de mucho preocupar en la mano. Expósito que ve lo que está sucediendo a dos palmos de su cara, se asusta y ya fuera de sí y desencajado, sacó la pistola reglamentaria y enajenado del todo, empezó a pegar tiros al aire gritando como un poseso -¡!Venís a por mí, espíritus del mal, lo sé!!- Y más tiros por todas partes. -¡!Apareceos si tenéis cojones!!- Para acabar una vez se le hubo acabado la munición. gimiendo de rodillas y con la cabeza entre las manos: -¡!Asdrúbaaaaal, niñitaaaa. Hijos de putaaaaa!!-
Nada más iniciarse el tiroteo, todos los guardias civiles salieron escopetados en busca del escondite más seguro, así que cuando se fue disipando la humareda, solo se veía en medio de la plaza a los tres personajes, cada uno por su lado y cada uno a lo suyo. El cabo Gutiérrez seguía muerto y como tal, asumía su papel a la perfección y no se le movía ni un solo músculo. El alcalde que por fin había podido sacar la mano de la boca del fiambre, se había tumbado boca arriba y, con los brazos y las piernas extendidas, se reía a grandes carcajadas, presa sin duda de un  ataque de nervios singular. Expósito, después de comprobar que ya no le quedaban balas, miraba con los ojos muy abiertos en todas direcciones como esperando la llegada de gente del más allá.
Poco a poco, los agentes fueron volviendo al lugar del drama y se fueron acercando con cautela hasta el centro de la plaza. La esposa del agente Crescencio, doña Virtudes, les había preparado unas tilas bien cargadas que les hicieron beber sin darles tiempo ni a respirar y, una vez se hubieron calmado, les llevaron mansamente de nuevo a las oficinas.
Con el cabo Expósito y el alcalde medio enajenados, consiguieron llegar al acuerdo de que el funeral se celebrase pasado el día mayor de las fiestas patronales y una vez todos contentos, dos agentes acompañaron al alcalde hasta su casa, mientras que otros dos subieron al cabo hasta su habitación, le acostaron, le arroparon y no abandonaron la habitación hasta que comprobaron que se había dormido.
El resto de los agentes metieron al cabo Gutiérrez en su ataúd , lo apuntalaron con grapas y, como si no hubiese pasado nada, volvieron a sus tareas habituales.
Total, mañana sería otro día. 

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