sábado, 18 de diciembre de 2010

Capítulo IV


4
        Por fin había llegado el aciago día de la despedida al compañero caído. El cabo Gutiérrez, tras arduos esfuerzos de sus camaradas de armas, por fin descansaba recogido en su totalidad en el ataúd de pino y los hombres al mando del cabo Expósito, cariacontecidos y apesadumbrados, se encontraban perfectamente formados en la explanada del cuartel, listos para la inspección final de cara a las honras reglamentarias.
        Todos los agentes lucían sus galas de tronío sobre las que habían trabajado a fondo para que relumbrasen como las vestimentas del mismísimo san Luis. Los tricornios resplandecían con el sol, cegando cruelmente los ojos de una bandada de estorninos que habían acudido, curiosos, a posarse en el tejado del cuartel. Las botas, por su parte, parecían ser de charol del caro y las hebillas de los cinturones, impolutas, lanzaban miles de destellos iridiscentes en todas direcciones.
        Pero por desgracia, todo lo que era deslumbrón y poderío en las partes brillantes de sus vestimentas, no podía ocultar unos pérfidos manchones grasientos en las casacas oficiales de los uniformados. Y todo por culpa del desayuno de la cantina.
        Aquélla mañana luctuosa, el agente Eustaquio era el guardia encargado de la taberna. Y el buen hombre había decidido por cuenta propia que, ya que iba a ser un día doloroso, largo y pesado, deberían prepararse para el trance con un desayuno en condiciones.  
Por lo general, en sus turnos tras la barra, al darse la casualidad de que su familia regentaba un colmado en Barbastro y que periódicamente le mandaban paquetes de comida, Eustaquio se iba sacando unas perrillas, para ir tirando, sirviendo las viandas recibidas a un precio coqueto y competitivo en los servicios habituales de desayuno, comida y cena a la tropa.
        La última semana le habían enviado una importante partida de latas de sardinillas en aceite que, por cierto,  llevaban caducadas cuatro meses, pero que según le juraba por carta adjunta su tío Juanín, estaban para chuparse los dedos y que bien podía comérselas con total confianza al menos durante otros tres meses más después de recibirlas.
        Tranquilo por el certificado de su tío, aquélla misma mañana las utilizó para el desayuno del destacamento. Y bien que se lo agradecieron sus compañeros, porque se pusieron todos ellos hartos de las sabrosas sardinillas. Hasta tal punto fue la cosa que, buena parte del aceite residual, acabó, debido al babeo resultante a la gula perniciosa y el zampar desmesurado, goteando sobre sus vestimentas de gala, quedando la mayoría de las zamarras con más lamparones que el mismísimo palacio de la Zarzuela al recibir al Papa el 1 de Mayo. Que ya es decir.
        El caso es que, cuando llegó Expósito y pasó revista al grupo, allí estaban todos ellos, grasientos a más no poder, pero ajenos a la situación y rebosantes de sardinillas para su gusto y confort.
        Nada más verles, desesperado, el joven cabo estuvo a punto de dar marcha atrás y llamar a una agencia de pompas fúnebres para que se hiciese cargo urgentemente de la situación y evitarse de ésta forma el bochorno y la ignominia ante aquéllos pueblerinos desagradecidos. Pero para su desventura, comprendió que ya era tarde para cualquier componenda. El tiempo se les había echado encima y, muy a su pesar, tendría que seguir adelante con los planes iniciales pasase lo que pasase.
        A una señal suya, el agente Crescencio empezó a repartir entre todos sus compañeros unas almohadillas que su señora, doña Virtudes, había bordado con sus propias manos y que les servirían para, a modo de cojincitos, ponerlas en sus hombros y evitar de tal manera el daño producido por el peso de la caja mortuoria. Porque otra cosa no se podría decir, pero la verdad era que el cabo Gutiérrez se había cebado toda su vida como un energúmeno y así, en peso muerto y nunca mejor dicho, se podría apostar a que no bajaba de los 180 kilos ni tan siquiera por un sucinto gramo.
Según sus apuntes, para el desfile, los agentes Romualdo y Florentino delante y Dionisio y Edelmiro detrás se harían cargo del primer turno para llevar el ataúd. Los otros tres, en orden y concierto, les irían relevando según el cansancio fuese haciendo mella sobre ellos.
A las doce menos cuarto, don Indalecio, el señor alcalde, de riguroso luto con un traje gris y una banda negra ceñida en su brazo izquierdo, hizo acto de presencia en el cuartel acompañado de don Venancio, el cura párroco y de dos monaguillos vestidos de rojo pasión para acompañar a la comitiva en su funesto paseo.
Nada más verlos, Expósito acudió rápidamente a su encuentro, yendo directamente en dirección del señor alcalde. Tras saludarle muy afectuoso, se deshizo en lisonjas hacia él y le pidió de nuevo mil disculpas por el equívoco del día pasado, del cual, según le juró repetidamente, se encontraba completamente apesadumbrado. Don Indalecio, un buenazo a fin de cuentas, le abrazó largamente muy emocionado para, de inmediato y sin decir ni media palabra, ponerse a su lado y consciente de su deber como autoridad competente, encabezar colegiadamente el cortejo fúnebre.
Y así se hizo.
Los agentes tomaron sus posiciones y a la señal de Expósito, cargaron sobre sus hombros el féretro maldito. La verdad es que debieron de repetir la maniobra varias veces y todo por culpa de las jodidas almohadillas. Doña Virtudes se las había cosido a todos sobre el hombro derecho y claro, mientras a dos de ellos les hacía la labor de una forma muy competente, a los otros dos no les servía de nada el artilugio. Encima, con semejante aditamento, parecía que llevasen un cuerpo extraño ribeteado de bordaditos sobre la chaqueta oficial. Y en un Cuerpo tan serio como el de la Benemérita, el cojincito bordado, porque en definitiva es lo que era aquello, se veía ridículo y completamente fuera de lugar.
Al final y de común acuerdo, acabaron descosiéndose las almohadillas emplazándolas sin anclaje alguno a sus hombros y así, definitivamente y sin más contratiempos, se puso en marcha el cortejo.
A la cabeza, don Venancio, el señor cura, iba leyendo unos salmos con el cabo Expósito y el alcalde, don Indalecio, cada uno en un lado. Tras de ellos, cerrando el cortejo de autoridades, se situaron los monaguillos. Y finalmente el cuerpo del cabo Gutiérrez portado a hombros de sus compañeros.
Uno de los zagales que ejercía la labor de monaguillo, portaba un incensario de plata que agitaba continuamente para evitar que se apagase y el otro, llevaba una especie de cruz de oro bastante grande con muchos adornos, ribetes y parafernalia. Su misión consistía en señalar y bendecir con ella a la gente piadosa según fuese pasando la comitiva a su lado.
Los críos aquéllos, o bien se habían tomado algún tipo de potente elixir alcohólico el día de la fiesta mayor, o bien eran unos zascandiles de mucho preocupar. Porque, sin el menor reparo, la fueron armando durante todo el recorrido. El del botafumeiro, que había empezado mansamente aplicando sobre el aparato unas someras oscilaciones, en la medida que arrancó la comitiva y el cura no le veía, se fue calentando y ampliando cada vez más su repertorio, tanto en figuras y aspavientos como en el rigor y la violencia para menear el aparato. Tan pronto parecía disponer de una honda humeante que volteaba amenazadoramente sobre su cabeza, lista para disparar al primer bellaco que se cruzase en su camino, como cambiaba la utilidad del artilugio y se transformaba de inmediato en un yo-yo gigantesco que subía y bajaba sin ton ni son lanzando pequeñas llamaradas.
Mientras tanto, el otro monaguillo no le andaba a la zaga. El muchacho se entretenía escondiendo su careto detrás de la enorme cruz adornada para aparecer intempestivamente, con una mueca cada vez más horrorosa y haciendo unos aspavientos altamente transgresores a los escasos vecinos que se iban encontrando a su paso.
Porque, a decir verdad, gente, gente, lo que se dice gente, tampoco es que hubiese mucha por el camino. La iglesia estaba situada en una loma a las afueras del pueblo, así que el itinerario era bastante largo y, para más desconsuelo, cuesta arriba. Para los paisanos de Julastre que se habían pasado toda la noche de verbenas, tampoco era plan de madrugar en un día de fiesta, así que, exceptuando dos beatas y tres perros callejeros que estaban a la entrada del cuartel, el recorrido hasta la iglesia fue de lo más solitario y triste que se podían esperar, pues apenas se iban encontrando a ratos a los que iban a por el pan, la leche o algún que otro artículo de urgencia. Y que dicho sea de paso, hacían como que no les veían para no tener que apuntarse a la comitiva en su penoso recorrido.
Las transiciones entre los costaleros se iban realizando a la perfección y siguiendo un plan previamente establecido. Cuando uno de ellos se encontraba fatigado, decía en voz alta –“A mí, compañero”- y, de inmediato, uno de los de refresco ocupaba su lugar.
La comitiva tardó alrededor de una hora en llegar a la parroquia y lo hizo sin mayores contratiempos. En algunos momentos del pasaje se dieron pequeños episodios de malestar entre los costaleros, achacados en su mayoría y con buen tino a las sardinillas del agente Eustaquio, ya que en todos los casos, las dolencias remitieron con las brutales ventosidades que los agentes fueron expeliendo por todo el camino. Fue tal su potencia y tronío que, por momentos, pareciese que una brigada de cornetas asilvestrados  desfilase incrustada en mitad de la procesión amenizando su pesado devenir.
Pero en fin, el mal no llegó a mayores y, dada la ventaja de estar a cielo abierto, apenas fue perceptible el aroma a mar rancio que emanaba de la cabalgata. Y, afortunadamente, si exceptuamos el apartado ventoso, tan aparatoso y delator, ningún otro cuerpo extraño fue expelido por las traseras de la autoridad competente, pudiendo llegar todos ellos a su destino tan inmaculados y dignos como salieron del cuartel.
Cuando el séquito se estaba acercando a la iglesia, un ensordecedor y espectacular volteo de campanas se encargó de avisar a los vecinos y a todo el valle circundante de su inminente llegada a la iglesia.
Como en la mayoría de los pueblos pequeños, el cura párroco de Julastre, don Venancio, había vendido las campanas de la iglesia junto a varias tallas policromadas del siglo XVI para cubrir algunos gastos personales derivados de su afición desvergonzada al bingo. Así que, en su defecto, se habían instalado varios altavoces en el campanario y el sacristán mayor era el encargado de poner en funcionamiento su dispositivo para las ocasiones especiales.
El sacristán se llamaba Alarico Seisdedos y era a su vez el alguacil del pueblo. De edad indefinida pero elevada, se le calculaba que rondaría los ochenta, pero él, siempre que se le preguntaba, respondía coqueto que treinta y muchos, dibujando una sonrisa enorme en su enjuta cara acartonada. Tamaña desmesura le dejaba al descubierto las encías sonrosadas y una única muela verde-azulada al fondo a la izquierda que no solo le afeaba en exceso, sino que además imprimía a su aliento una terrible fetidez, como a cenicero viejo, causante en gran medida de su pérdida alarmante de amistades durante los últimos años entre el vecindario inmediato y sus alrededores.
Alarico era todo pundonor y voluntad, pero adolecía de algún que otro defecto. Como por ejemplo, que era más sordo que una tapia. Y eso, a veces, le ocasionaba más de un quebradero de cabeza.
Desde lo alto del campanario, el bueno de Alarico tenía una perspectiva fantástica de todo el pueblo, así que pudo seguir paso a paso el recorrido del cortejo. Cuando calculó que estaban aproximadamente a unos cien metros de la iglesia, se metió para el interior de su refugio y puso en marcha el reproductor con la cinta de las campanadas. Según sus anotaciones, el toque a difunto estaba en la cuarta posición, inmediatamente detrás del toque de fuego arrasando las cosechas e inmediatamente por delante del toque a inundaciones pertinaces.
Bien, pues fuese por los nervios, fuese por la miopía rabiosa o vaya usted a saber por qué, el sacristán puso equivocadamente el toque a fuego arrasando las cosechas a todo volumen en el equipo y, dada su sordera monumental, ni se enteró de su error, asomándose de nuevo tan campante en medio de la escandalera de las campanas para ver la llegada de la comitiva.
Estaba a punto de entrar el cura por la puerta de la iglesia cuando empezaron a llegar, completamente sofocados, los primeros paisanos equipados con baldes, palas, rastrillos y todo tipo de herramientas útiles para extinguir las llamas al modo tradicional. Muy alarmados, rodearon a don Venancio y a don Indalecio y les acosaron a preguntas ya que no se explicaban dónde estaba el fuego. No se veía humo por ninguna parte y eso, según clamaban, en Julastre y en Lima era un signo inequívoco de fuego al por mayor. Y no era ese el caso.
Expósito, viendo aquélla multitud, estaba entusiasmado. No entendía muy bien lo que estaba pasando, pero la aparición de la gente del pueblo le había emocionado hondamente. Y en prueba de su reconocimiento, hizo lo único que se le vino a la cabeza por agradecer el detalle.
-¡¡Carguen armas!!- Gritó enardecido.
Su intención no era mala en sí mismo. Lo único que pretendía, como simple y sincero acto de agradecimiento hacia sus nuevos vecinos, era adelantarse y lanzar en aquél momento la salva de honor prevista para la salida del féretro. Pero por lo visto y muy a su pesar,  no fue esto lo que entendieron los allí congregados.
A su escaso entender, el comandante andaba picajoso por su ausencia al funeral y pensaron que, quizás atacado por el odio hacia sus vecinos maleducados, pretendía fusilarles allí mismo como escarmiento a su desfachatez.
De cabeza y en tropel se lanzaron todos al interior de la iglesia, gritando como locos:
 -¡No si ya veníamos!-
-¡Por el amor de dios, cálmese almirante!-
-¡Viva España. Viva Franco-¡
El cabo Expósito se vio nuevamente sorprendido por la actitud de los lugareños.
-Hay que ver- pensó para sí –lo raros que son los julastreños. Van y vienen de acá para allá con todo tipo de artilugios raros y, así, sin más ni más, justo cuando les vamos a dar la salva de honor, se meten embarullados a la iglesia-
Tomó nota mentalmente de lo sucedido para repasarlo con más calma en el cuartel. En todo caso, estaba muy satisfecho con la llegada de todos ellos y olvidándose de todo por unos momentos, ordenó a la tropa volver a cargar con el ataúd e iniciar la marcial entrada al recinto sagrado para el oficio mortuorio y despedida oficial del bueno de Gutiérrez.
Cuando el alcalde pretendió abrir el portón, una salva de sillas, reclinatorios, biblias mormonas, huesos de santo y todo tipo de artilugios eclesiásticos cayeron en tropel sobre su cabeza. Solo con grandes esfuerzos, entre Expósito y los agentes Edelmiro y Romualdo consiguieron cerrar de nuevo las puertas para valorar los desperfectos ocasionados con la trifulca. Afortunadamente y exceptuando una brecha en el labio superior de don Indalecio, no se produjeron daños mayores así que, una vez restañada la herida, Expósito se dirigió a voces a los encerrados para conocer sus propósitos.
-Al habla el comandante en jefe de la plaza- Chilló enojado. -¿Se puede saber a qué vienen éstos desmanes en un día tan de luto? Les ordeno que depongan inmediatamente su actitud  por el bien de todos o la que se va a liar es parda-
-¡Tú lo que quieres es darnos matarile, so cabrón!- Se oyó gritar desde el otro lado de la puerta.
-¿Pero qué matarile ni qué niño muerto?- Respondió Expósito que cada vez entendía menos de lo que estaba pasando.
-¡Entra si te atreves, burriciego!- Bramó algún desconsiderado desde el interior. –¡Que en Julastre entendemos de esto, matacabras!-
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#NOTA DEL AUTOR#
En el siglo XII, Julastre del Camino sufrió el asedio de los Martinianos, una secta de seguidores acérrimos de Martín Gurriato de la Enagua, un eremita enajenado que vivía en las cuevas de la serranía y que predicaba que para el perdón eterno, no había como la sodomía y las sopas de ajo. Poco a poco su fama fue transcendiendo allende las colinas y consiguió de ésta guisa formar un ejército de fervientes seguidores a sus órdenes.
Con ánimos evangelizadores en algunos y muy promiscuos en la mayoría, los Martinianos sitiaron Julastre del Camino durante sesenta días y sesenta noches encontrando en la población julastreña una resistencia firme e inesperada. Aburridos, desesperados y vencidos, los Martinianos volvieron a sus dominios para no reaparecer jamás por aquéllos parajes.
El hecho llegó al conocimiento del Marqués de Moñoños que, en reconocimiento de la valentía de sus moradores, concedió a Julastre del Camino el título de Hijo Mayor de Moñoños que, como tal, es posible apreciar inscrita la leyenda en el escudo nobiliario que hay a la entrada del pueblo e instituyó desde en ese mismo momento aquél día triunfal como el día grande del pueblo.
#FIN DE LA NOTA DEL AUTOR#
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El alcalde, buen conocedor de la historia, llamó a un aparte al cabo e intentó razonar con él la forma de acabar con bien tamaño desatino.
-Mire usted, eminencia. No digo yo que lo del fusilamiento llegue a ser una mala idea, no. Que la verdad, por aquí son todos muy cazurros. ¿Pero no vendría mejor dejarlo para otro día con menos pesares?-
Expósito abría y cerraba la boca sin saber qué responder. A su entender, a todo el pueblo se le había ido la olla y él no tenía ni idea de cómo proceder, ni había leído en ninguno de sus manuales el proceso perceptivo a seguir en tales circunstancias.
-Entre usted y yo- Prosiguió don Indalecio.-Lo mejor sería hablarlo con calma. Si me lo permite, me ofrezco personalmente para entrar en la iglesia y hacer ver a esos bárbaros su sinrazón para poder oficiar el luto de una santa vez y volver cada cual a lo suyo.-
Expósito afirmó con la cabeza semi desmayado. Total, pensó, quién mejor para hablar con unos chalados que otro chalado como éste. Así que se hizo a un lado mientras seguía dándole vueltas  a la cabeza, sin comprender cómo se podía haber llegado a aquélla situación precisamente el día del funeral.
El alcalde se cuadró delante de la puerta y gritó muy gallito:
-Soy Indalecio, el alcalde. Y por mis cojones que voy a entrar ahora mismo en la iglesia-
-¿Vas armado, Indalecio?- Respondieron desde el interior.
-Abre Eleuterio. Abre que sé que eres tú y como te andes con remolonas, te desguazo a la que te pille, pimpollo-
-De eso nada monada- Contestaron mosqueados. –Que a la que asomemos nos afusilan los civilotes y no estamos por la labor-
-¿Pero qué afusilar ni qué afusilar?, ostias. Abre Eleuterio, abre de una vez y hablamos con tranquilidad el tema, cojones. Que aquí han habido malentendidos-
-Pues si quiere usted entrar, o lo hace en pelotas o no entra. Que no nos fiamos. No nos vaya a colar armamento-
-En pelotas se va a poner tu puta madre, Eleuterio- Respondió Indalecio enardecido. –Y a la que te coja, te vas a acordar tú del Indalecio para toda tu vida. Abre, cojones, abre que te descalabro Eleuterio-
Tras un pequeño instante, se oyeron en el interior de la iglesia ruidos de arrastrarse muebles pesados y, de inmediato, se abrió una rendija en la puerta tras la que un ojo inquisidor oteó el horizonte detenidamente.
Con rapidez se volvió a cerrar la puerta y, por lo que se escuchaba desde afuera, se originó un debate muy airado entre los allí encerrados sobre el modo de proceder. Un buen rato después, se volvió a abrir la puerta y una voz salida desde el interior se dirigió al alcalde autoritariamente:
-Pasa Indalecio. Pasa. Tú sabrás en la que te estás metiendo-
La espera se le hizo interminable al bueno de Expósito. No así, sino al contrario, al resto de la tropa. Los pobres habían llegado agotados por el esfuerzo, por lo que, sin rubor alguno, aprovechando la demora, se fueron tumbando alrededor del féretro para echar una cabezadita y descansar de tanto padecer.
Por fin, el portón se abrió nuevamente y el alcalde Indalecio salió dignamente de la iglesia portando un extraño documento entre sus manos. Sin más historias, se dirigió directamente a reunirse en un aparte con Expósito y le largó el documento con éstas palabras:
-Éstas son las condiciones de los encerrados para salir de la iglesia-
Y Expósito leyó el documento detenidamente. Constaba de tres puntos y así decía:
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DOCUMENTO JULASTREÑO DE LIBERACIÓN.
1.- Se anula cualquier orden de afusilamiento indiscriminado por parte del Cuerpo de la Benemérita entre la población julastreña.
2.- En caso de ser obligatorio un afusilamiento ejemplar y testimonial, se procederá en la persona del señor alcalde. Que para eso está.
3.- Las fiestas del pueblo se siguen como estaban punto por punto.
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El cabo miró directamente a los ojos al alcalde. No entendía nada de lo que estaba ocurriendo, se notaba muy mareado y lo más curioso es que el hombre aquél, el pedazo de tonto la chorra, permanecía muy envarado frente a él y le observaba orgulloso y ufano de su cometido, mientras le ofrecía un bolígrafo para la firma del documento.
-Firme usted, su eminencia. Y pelillos a la mar.-
Expósito cogió el bolígrafo con mano temblorosa y, antes de firmar, echó una última mirada a su alrededor. Y lo que vio no hizo sino estremecerle una vez más;  el féretro de Gutiérrez por los suelos, los agentes dormitando, vestigios de la batalla por doquier, los monaguillos jugando a los chinos…………
Inspiró profundamente, se santiguó tres veces y firmó.
Llorando, pero firmó.

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